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Guerrero o de la fractura del Estado

Desde hace al menos dos décadas se ha alertado en torno a la enorme amenaza que representa para el Estado la presencia masiva de grupos criminales en todo el territorio nacional, así como su creciente capacidad de capturar y apropiarse de cada vez más actividades delictivas; pero también de capturar cada vez más espacios institucionales y de representación política.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Lo que se está atestiguando en el estado de Guerrero, pero que bien podría estar ocurriendo en otras entidades sin la notoriedad pública que ha adquirido en ese estado, nos coloca como nunca frente a la posibilidad real de la fractura del Estado en tanto garante de la seguridad pública, pero también en tanto el responsable del ejercicio del monopolio de la violencia legítima.

La declaración pública que han hecho obispos y sacerdotes católicos en la región, respecto a su intento de mediación entre grupos criminales representa uno de los eventos más graves de claudicación de las autoridades, en todos los niveles, ante los grupos de la delincuencia organizada. Pues si es cierto que el “cese al fuego” en la ciudad de Chilpancingo, se debió a un pacto con la mediación de la jerarquía católica, estaríamos ante el primer ejemplo público de una implícita rendición de las fuerzas armadas y de seguridad pública, de una de las 32 capitales estatales en el país. De esa magnitud y gravedad es esto.

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El estado de Guerrero ha enfrentado severas crisis ya en el pasado. Entre las más visibles, los movimientos guerrilleros encabezados por Genaro Vázquez y de Lucio Cabañas, profesor de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos, en la cual eran estudiantes los más de 40 estudiantes levantados y asesinados en el doloroso caso conocido popularmente como “Ayotzinapa”.

A diferencia de la propuesta político-ideológica del Partido de los Pobres y de la Brigada Campesina de Ajusticiamiento que surgió en aquella época, ahora la confrontación con las autoridades es distinta: ahora se trata ya bien de someter y amedrentar a autoridades locales y federales, o bien incluso de suplantarlas o ponerlas a su servicio, ya sea mediante la intervención en procesos electorales, o bien vía la cooptación utilizando mecanismos de corrupción que convierte a funcionarias y funcionarios en empleados del crimen.

Asimismo, a diferencia de las guerrillas, ahora la capacidad de fuego, las estrategias organizativas, la logística y capacidad financiera de los criminales es infinitamente superior. Se trata de grupos altamente entrenados, equipados y, para usar la frase más coloquial, armados hasta los dientes, y con recursos que parecieran de pronto ilimitados porque tienen fuentes diversas que van desde el robo, el secuestro y la extorsión, hasta la producción y venta de estupefacientes.

No es exagerado plantear que en México se está viviendo una nueva forma de guerra interna, la cual aún debe ser conceptualizada y caracterizada. Y para ello vale la pena señalar que por el número de asesinatos que se cometen anualmente, lo que se vive en el país es equivalente a lo que se califica a nivel internacional como un conflicto bélico de alta intensidad.

Pero no sólo eso, como característica propia de México, lo que se tiene son incontables grupos armados, células delictivas y estructuras delincuenciales que han llevado a que expertas y expertos señalen que la definición tradicional de “cartel de la droga” ya no sea pertinente; y no porque no existan ya grupos con alto poder económico y de fuego, sino porque su fragmentación y presencia territorial es tan amplia, que es difícil encontrar estructuras verticales de alcance nacional o incluso trasnacional, como sí ocurre con los denominados cártel de Sinaloa y Cartel Jalisco Nueva Generación.

Por otro lado, a diferencia también de lo que ocurría con las guerrillas, que actuaban en territorios que garantizaban su carácter clandestino, los grupos de la delincuencia organizada hacen ostentación de su poderío, equipamiento y recursos; utilizan redes sociales para enviar y recibir mensajes; y practican un culto público a los liderazgos más visibles de sus organizaciones, ya sea a través de la música, o bien a través de mostrarse en pantalla al frente de mini ejércitos que anuncian su presencia y capacidad de disputa territorial en determinadas zonas y regiones.

Todo ello ha confluido en el estado de Guerrero, pero es algo que igualmente está pasando, cuando menos, en los estados de Michoacán y Estado de México, en la denominada “Tierra Caliente”; pero que también se ha manifestado en distintas formas e intensidades en otros espacios como en Chihuahua y la matanza de la familia Lebaron en Bavispe, Sonora, en los límites de Chihuahua, y las más recientes masacres y desapariciones de jóvenes en Zapopan, Jalisco, y en Salvatierra, en Guanajuato, donde además se había descubierto en 2020 una de las más grandes fosas clandestinas localizadas en el país, con al menos 80 cadáveres.

Ya son muchos los “avisos” que ha dado el crimen organizado sobre su control territorial: el llamado “culiacanazo” es uno de los más visibles, pero a ello se suman los ya incontables bloqueos carreteros y de avenidas, así como “toques de queda” impuestos por los criminales en ciudades del tamaño de Reynosa, Matamoros, Celaya e Irapuato, por citar sólo algunos de los ejemplos más notables.

La “pax narca” que ahora se impuso en la ciudad de Chilpancingo puede generar un peligroso e inaceptable espejismo: pues una cosa es que los delincuentes decidan silenciar temporalmente las armas, y otra es que la criminalidad no sólo permanece, sino que, más que tolerada, pareciera ahora reconocida como la autoridad con mando y capacidad de decisión, suplantando a las instituciones constitucional y legalmente instituidas.

México no puede aceptar tal nivel de quiebre del Estado, y debe, no hay de otra, asumir que la confrontación y derrota de los delincuentes no solo es deseable, sino que, ante todo, es urgente.

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Investigador del PUED-UNAM

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