En México, el tema relativo a la laicidad del Estado es de enorme calado histórico. Tras la promulgación de las leyes de Reforma, expedidas entre 1855 y 1863, y de la Constitución de 1857, la vieja relación entre la Iglesia y el Estado se dio por terminada
Esta situación no estuvo exenta de una serie de conflictos que culminaron con la formalización de esta separación en el Artículo 130 del texto Constitucional de 1917, cuyo principal aporte a la construcción del Estado laico en nuestro país fue el desconocimiento de personalidad jurídica a las Iglesias.
Y aunque la reforma de 1992 al Artículo 130 constitucional le regresó a las iglesias su reconocimiento jurídico y amplió el margen de acción de los ministros, no se modificó el punto central de la no injerencia de la Iglesia en la organización política y social del Estado.
Hoy, el Estado laico es una categoría central de cualquier Estado democrático, de hecho, aunque en algunos sectores no se entienda así, es la condición necesaria para que las propias religiones existan y tengan una vida en normalidad, es decir, el Estado laico, lejos de ser prohibitivo del ejercicio de los cultos, es la garantía de que cualquier creencia podrá ejercerse en libertad.
De acuerdo con el último censo de población del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) el porcentaje de población identificado como católico en México pasó de 88% en 1990 a 82.9% en 2010. En tanto, la proporción de mexicanos que declara profesar otra religión o no profesar ninguna ha aumentado.
En 2010, 8.3 millones de mexicanos eran parte de algún grupo protestante o evangélico, 1.5 millones que se declararon Testigos de Jehová y 2.5 millones de algún otro grupo. En cuanto a otras religiones, hay 67 mil 500 personas que declaran pertenecer a la religión judía, 3 mil 760 a la islámica, y 35 mil a la espiritualista.
En un Estado Laico debe respetarse la pluralidad de creencias religiosas y al mismo tiempo a la población agnóstica o atea. Ninguna entidad religiosa debe de ser privilegiada sobre las demás y ninguna debe discriminarse.
Así, el Estado laico no es un enemigo de la religión, sino que es respetuoso de las ideologías religiosas, las cuales no deben mezclarse con el ejercicio del poder público. Ni el poder político somete a la religión ni el poder religioso intenta jugar el papel de gobierno.
Frente a ello, hoy el enorme reto de la ciudadanía es exigir al nuevo gobierno que actúe en estricto apego a lo que está estipulado en nuestra Constitución y en las leyes mexicanas respecto de la separación del Estado y las iglesias.
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