por Mario Luis Fuentes
En sus orígenes, la construcción del Estado moderno tuvo como uno de sus propósitos esenciales procesar el conflicto político y social, y traducirlo en decisiones consensadas que permitan vivir de manera civilizada. En las sociedades del siglo XXI, deberíamos exigir que el Estado permita además la plena garantía de los derechos Humanos. Pero estamos muy lejos de ello
Ayer se conmemoró el Día Mundial contra la Trata de Personas, un fenómeno que victimiza a millones de personas, sometiéndolas a las peores condiciones de explotación y literalmente de martirio, en las acepciones segunda y tercera que les da el Diccionario de la Lengua Española (DLE): a) dolor o sufrimiento, físico o moral, de gran intensidad; y, b) trabajo largo y muy penoso.
La trata de personas nos sitúa en los umbrales de lo indecible; y en ese sentido, su presencia debe alertarnos en torno a los niveles de sadismo que se han desarrollado en la comisión de otros crímenes.
Con anterioridad se hablaba de que la trata de personas constituía el crimen de mayor crueldad; empero, lo que hoy se hace evidente es que la trata, junto con otros delitos, forma parte de una nueva trama de violencia y odio desatada por los grupos delincuenciales articulados en torno a los tráficos ilícitos.
Es difícil pensar, al menos en el contexto mexicano, que los crímenes de alto impacto se cometen por “grupos independientes” de criminales. Lo que parece ocurrir es que se han formado verdaderos consorcios delincuenciales, que tienen ramas y vasos comunicantes que corrompen todo, y garantizan impunidad a los perpetradores.
¿Es posible, por ejemplo, separar al tráfico de indocumentados de los cárteles de la droga? ¿Cómo explicar, por ejemplo, los casos de San Fernando, de Patrocinio y otras atrocidades, si algunas, o la mayoría de las rutas de las personas migrantes no estuviesen controladas o al menos supervisadas por los barones de la droga? ¿Cómo separar la existencia de giros negros en las principales ciudades del país, cuando las policías municipales y las áreas de fiscalización están casi siempre infiltradas por el crimen organizado?
Violento, nos dice el DLE, es el actuar de una persona que procede con ímpetu y fuerza y se deja llevar por la ira; por eso es pertinente, en el caso de la trata de personas, hablar de violencia sádica, pues eso implicaría una “crueldad refinada, con placer, de quien la ejecuta”.
Además de lo anterior, persisten y proliferan redes clandestinas que operan utilizando a las tecnologías de la información, principalmente las llamadas Redes P2P (Peer-to-Peer), a través de las cuales circula material en donde se expone a niñas y niños víctimas de la explotación sexual comercial, en un fenómeno que, si bien es negocio para algunos, en varios casos de trata de “redes de intercambio” entre personas verdaderamente degeneradas que hacen de las miradas de la perversión un ejercicio de placer y poder incomprensible y, por supuesto, repugnante e inaceptable.
Existe, además, la trata de personas con fines de explotación laboral, condición en la que se encuentran, de acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo, más de 12 millones de personas en todo el mundo. Es un fenómeno que favorece la más cruel forma de acumulación de capital a costa de la libertad y la vida de millones de seres humanos.
Cuando crece la violencia criminal, al amparo del Estado, desde el cual se permite y prohija la corrupción y la impunidad, se expande la presencia de formas y prácticas delincuenciales de todo tipo: secuestro, extorsión, trata de personas, desaparición forzada, delitos contra la prensa.
Todos ellos son crímenes que provocan la fractura de comunidades enteras; dañan el tejido social; vulneran y corrompen a las instituciones; generan espirales de violencia que provocan dolor, destrucción y muerte; y en el agregado, ponen en tensión la legitimidad del Estado. A eso nos enfrentamos y es preciso, ya, generar nuevas y más eficaces respuestas.
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