En el marco del presidencialismo mexicano, el funcionamiento de la administración pública federal es, casi siempre, un reflejo fiel del estilo de gobernar del presidente en turno. Las prioridades, valores, principios de actuación, siempre se proyectan en las decisiones de política pública que se toman, y ello refleja cuáles son las prioridades de gobierno y la intencionalidad política de las mismas.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
En la administración que está en marcha se ha concentrado como nunca se había visto en las últimas décadas, una cantidad de poder que es capaz de mover y controlar los hilos más relevantes de conducción de la administración del gobierno. En efecto, no hay decisión relevante que se tome en ninguna Secretaría o en ninguno de los órganos descentralizados más poderosos, sin el consentimiento o a menos la notificación al presidente de la República.
Este poder se extiende y se siente en las dos Cámaras del Congreso de la Unión; donde tampoco hay iniciativa relevante o propuesta prioritaria para el grupo en el poder que no se consulte antes en Palacio Nacional; y cuando ha ocurrido que se plantea un tema sin el aval correspondiente, el instrumento de las conferencias matutinas basta para “corregir” el sentido y contenido de los textos en debate, para alinearlos a la visión y estrategia presidenciales.
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Pero la presente administración enfrenta la dura realidad a la que se enfrentan todas en una democracia: se aproxima rápidamente su final, y con ello, un inevitable cambio en las correlaciones de fuerza que se encuentran en torno a la figura de Andrés Manuel López Obrador, en todas las dimensiones que ahora representa: Jefe del Estado mexicano y jefe de partido; pero también líder de masas, lo cual tiene su propia lógica y potencia.
En pasadas administraciones, a estas alturas del gobierno, comenzaba la integración de los llamados “Libros Blancos”, un instrumento que permite ordenar y detectar desviaciones, metas incumplidos, procesos no acabados y procesos que podrán concluirse; ejercicio presupuestal, así como resguardo y detección del estado de la infraestructura y equipamiento del gobierno.
Como puede verse, lo anterior significa llanamente que estos libros blancos permiten tener conocimiento aproximadamente claro de cuál es el estado de la administración pública; instrumento por demás útil tanto en los escenarios en los que hay cambios radicales de gobierno, como procesos de continuidad partidista.
En el caso del presente gobierno estamos ante un escenario inédito en el que no se ha planteado la casi inevitabilidad de triunfo del partido gobernante, sino que además, la y los precandidatos mayormente posicionados en el grupo del presidente, han mostrado una disposición explícita a dar continuidad al llamado proyecto de cuarta transformación del país.
En este escenario, el orden de la administración pública es esencial, porque el estilo personalísimo y vertical del presidente López Obrador le ha permitido, por un lado, concentrar todo el poder de decisión, pero también de conducción operativa del Estado; y es pertinente señalarlo así porque incluso los gobernadores y presidentes municipales, han estado literalmente dependiendo de la buena relación que pueden mantener con el Ejecutivo para poder ejercer sus gobiernos.
En ese sentido, el presidente López Obrado introdujo una nueva variable en el juego político, que es la del poder militar, en torno al cual hay todas las incógnitas de cómo habrá o podrá manejarlo la siguiente o el siguiente presidente de México. Es decir, el tipo de relación que ha construido López Obrador con las Fuerzas Armadas es inédito, pero no se encuentra institucionalizado, lo cual puede imponer severas restricciones al ejercicio democrático del gobierno en el siguiente sexenio.
Una administración pública funcional es ahora más que nunca relevante, porque ninguno de las y los aspirantes a la presidencia, ni dentro ni fuera de Morena tendrán la capacidad política de mover simultáneamente tantos hilos del poder como lo ha hecho López Obrador. Esto, en primer lugar, porque se antoja imposible que alguien pueda llegar al nivel de legitimidad democrática, expresada en número de votos, como los que obtuvo el actual presidente.
En segundo lugar, de repetirse un escenario de votación relativamente similar al del 2021, dará como resultado un congreso dividido, quizá en ambas Cámaras legislativas, lo cual restará capacidad de acción y obligaría a quien ocupe la presidencia a una nueva lógica de diálogo y de generación de acuerdos y consensos.
En tercer lugar, el juego político local genera igualmente una enorme incertidumbre porque no se tiene claridad de cómo habrá de repercutir en la formación de los Poderes federales y, en esos términos, también se encuentra la enorme incógnita de cuál será el papel y comportamiento de los grupos del crimen organizado.
El poderoso control que ejerce el presidente, tanto entre una buena parte del electorado, como entre las fuerzas vivas de su partido político, se debe sobre todo a su personalidad carismática y el tipo de liderazgo tradicional que ejerce, y que le da la posibilidad de actuar sin equilibrios ni contrapesos.
Integrar adecuadamente los libros blancos es una cuestión que le conviene al país, pero también a quienes hoy laboran y toman decisiones en la administración pública; porque no debe olvidarse que el ejercicio de cargos en el gobierno implica responsabilidades que van de lo administrativo a lo político y lo penal; y eso será un tema mayor en el momento en que se llegue el tiempo de la rendición de cuentas y fincamiento de responsabilidades.
Por ahora, el tiempo que se tiene es clave; porque implica un cierre de administración que, para el ejercicio fiscal de 2024, deberá incidir en la integración del Presupuesto de Egresos de la Federación y de las determinaciones operativas de los programas de gobierno, los cuales deberán utilizarse con mucho cuidado, sobre todo ante las duras y punitivistas reformas que se aprobaron para considerar a los delitos electorales como graves.
Estamos pues ante un escenario sumamente complejo.
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