El estructuralismo debe entenderse, de acuerdo con José María Mardones, en el marco de la postura de conocimiento que él denomina, siguiendo a Habermas, como “lingüístico-hermenéutico-fenomenológica”.
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En esta postura se asume que la realidad se construye a la manera en cómo está estructurado el lenguaje, por lo que en el conjunto de las ciencias del espíritu, tienen un interés comprensivo.
Puede asumirse que el estructuralismo es una perspectiva teórica propuesta originalmente por Claude Levi-Strauss, quien encuentra en las mediaciones y prohibiciones culturales el elemento cohesionador de las estructuras sociales. La mayor y más primigenia mediación será, en ese sentido, la prohibición del incesto en tanto elemento fundador de las estructuras elementales del parentesco.
En el ámbito sociológico y antropológico, Marcel Mauss, y posteriormente Norbert Elías y Max Weber, propondrán -planteado de manera sumamente general-, que la tarea más relevante de las ciencias sociales se encuentra en la comprensión del sentido que las personas le asignan a su acción en el contexto de la vida social.
En el ámbito de los estudios del lenguaje, la visión estructuralista será determinante para los planteamientos que en el siglo XX llevarían a cabo autores como Roland Barthes, Pierre Grimald o el propio Umberto Eco, quienes plantearán al lenguaje como un problema para sí mismo, es decir, construyen una serie de estudios que, desde el lenguaje, abordan la problemática -que en varios autores será denominado como “el giro lingüístico”- relativa a cómo la sociedad se articula a partir del uso que las personas hacen de su lengua.
Siguiendo con esa discusión, a partir de los años 60 surge en varios países de Europa, emblemáticamente en Francia, el planteamiento del postestructuralismo, respecto del cual encuentro como elemento clave la tesis de la disolución del sujeto y la aparición de nuevas subjetividades, que en el ámbito del arte y, particularmente en la literatura, se expresarán en el replanteamiento del estudio de los signos y el problema lingüístico, ya no sólo como una cuestión se significado, significante y referente, sino precisamente haciendo énfasis en la cuestión del sentido.
Por ejemplo Giles Deleuze planteará, en Proust y los signos, lo siguiente: “De los signos mundanos a los signos sensibles, la relación entre el signo y el sentido es cada vez más íntima. Se dibuja lo que los filósofos llamarían una dialéctica ascendente. Pero solo en el nivel más profundo, al nivel del arte, se revela la Esencia: como razón de esta relación y de sus variaciones”[1].
En Derrida y su propuesta de la deconstrucción, se encuentra una de las mayores críticas a las formas “convencionalmente tradicionales” de llevar a cabo la crítica literaria, pues en su visión de las cosas, ésta debería comenzar, al menos al final del siglo XX, como una reflexión en torno a la propia crisis del libro en cuanto tal, en tanto objeto, pero también en tanto referente del sentido de la escritura.
Dirá Deleuze: Escribir es tener la pasión del origen. Pero lo que le afecta de esa manera, se sabe ahora, no es el origen sino lo que está en su lugar; no es tampoco lo contrario del origen. No es la ausencia en el lugar de la presencia, sino una huella que reemplaza una presencia que no ha sido presente jamás, un origen por el que nada ha comenzado.
Ahora bien, el libro ha vivido de ese engaño; de haber dado lugar a creer que la pasión, al estar originalmente apasionada por algo, al final podía quedar apaciguada mediante el retorno de eso. Engaño del origen, del final, de la línea, del bucle, del volumen, del centro. Como en el primer Libro de las cuestiones, unos rabinos imaginarios responden en el canto sobre el bucle: La línea es el engaño”[2] .
El postestructuralismo y la deconstrucción, en tanto método, se diferenciarán entonces del estructuralismo, precisamente n la cuestión del descentramiento del mundo; en una revuelta del signo contra el signo, para ubicarse en la pluralidad del sentido y el significado. Lo que se buscaría no es construir ya un simulacro a partir del juego del lenguaje, sino en desenmascarar el simulacro, mostrando en primer lugar, la crisis del individuo, del sujeto, así como la crisis de uno de sus objetos sacralizados: el libro como referente de materialización de la escritura.
Para comprender este tránsito, es relevante recordar en general, la idea que tiene Barthes en torno a la Retórica, en tanto eje de construcción del discurso literario. En efecto, comprende en primer término, que aquélla es un conjunto de “desvíos susceptibles de autocorrección”, es decir, que modifican el nivel normal de redundancia de la lengua, infringiendo reglas e inventando otras nuevas.
Para Barthes, este “desvío es la alteración notada del grado cero”; y en consecuencia, el grado cero es un discurso ingenuo y sin artificios, desnudo de todo sobre-entendimiento.
Dentro de la definición de grado cero, destaco tres nociones adicionales: a) la del “Límite unívoco”: el grado cero es el límite hacia el cual tiende, voluntariamente el lenguaje científico; en éste, el lenguaje tiende hacia la univocidad; b) El grado cero absoluto sería entonces un discurso llevado a sus semas esenciales, es decir, a semas a los que no se podría suprimir sin retirar al mismo tiempo toda significación al discurso; y c) la Isotopía: noción que permite pensar que, para garantizar una comunicación eficaz deben evitarse las ambigüedades y los dobles sentidos, lo cual realiza apoyándose en la fuerte redundancia de las categorías morfológicas.
Me detengo en la noción del grado cero, el cual, en la obra de Barthes, sería entendido como el estado de la escritura en que se puede encontrar un estilo neutro; o mejor dicho, un contenido neutro en el cual el lenguaje se construye desde una perspectiva de significación unívoca; es una escritura indicativa, “amodal”.
Si esto es así, entonces se puede comprender que la lengua es el dominio de las articulaciones, porque la lengua es precisamente el marco en el cual los hablantes y quienes escriben, generan las desviaciones respecto del grado cero, para crear ámbitos significantes.
Por su parte, en Benveniste se encuentra una noción del lenguaje como constitutivo de lo humano; y es que para él pensar al lenguaje en esa tesitura se es una cuestión fundamental, pues las personas nacemos en la lengua y conocemos nuestra cultura a través de ella.
Para sustentarlo, recoge la tradición de Saussure, pero va más allá en el análisis, centrándose en las estructuras elementales del lenguaje. Afirmará el autor: “cada locutor fabrica su lengua”.
En esta cuestión Benveniste derivará la discusión hacia la problemática del sentido y se preguntará cómo es que la lengua permite, pero al mismo tiempo, regula a la polisemia.
Desde esta perspectiva, es importante señalar que para este autor la lengua siempre es una construcción social; siempre es necesaria una existencia relacional entre dos o más personas que ponen en operación al lenguaje.
A partir de ahí es que cada una de ellas tiene un conjunto de posibilidades casi infinito, en el marco regulatorio de la lengua, de combinar y dar múltiples sentidos, no sólo a las palabras, sino sobre todo, a sus combinaciones y repeticiones.
Como se observa, el postestructuralismo y la propuesta de la deconstrucción parten de la idea de la disolución del “sujeto del habla”, en tanto entidad reguladora del lenguaje; en tanto “meros usuarios” convencionales de signos y símbolos; lo que autores como Derrida y Deleuze, entre otros más.
Vale citar nuevamente a Derrida: “Si se retirase un día, abandonado a sus obras y sus signos en las playas de nuestra civilización, la invasión estructuralista, llegaría a ser una cuestión para el historiador de las ideas. Quizás incluso un objeto.
Pero el historiador al que le llegase a ocurrir algo así se equivocaría: por el gesto mismo de considerarla como un objeto, olvidaría su sentido, y que se trata en primer término de una aventura de la mirada, de una conversión en la manera de cuestionar, ante todo objeto. Ante los objetos históricos -los suyos-, en particular. Y entre ellos uno muy insólito, la cosa literaria”[3].
[1] Deleuze, Giles, Proust y los signos, Anagrama, España, 1995, p. 104.
[2] Derrida Jacques, La escritura y la diferencia, Anthropos, España, 1989, p. 403.
[3] Derrida, op cit., p. 9.
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