por Adela Cortina
La palabra “ética” es muy hermosa. Viene de la palabra griega êthos, que significa “carácter”. Todas las personas se forjan un carácter, las instituciones se forjan un carácter, los pueblos se forjan un carácter.
Nacemos con un temperamento, pero nos vamos haciendo por repetición de actos un carácter. Nuestra vida, la de las personas, la de las instituciones y los pueblos consiste, a fin de cuentas, en la forja de ese carácter que necesariamente adquirimos. Y de eso trata la ética: de la forja de un buen carácter. Pero ¿qué quiere decir forjarse un buen carácter?
A lo largo de la historia dos candidatas se han ido ofreciendo como orientaciones para forjarse un buen carácter: justicia y felicidad. Y las dos han ido generando utopías, las utopías de la justicia y las de la felicidad. Los seres humanos nos hemos orientado muy acertadamente hacia crearnos un carácter en el sentido de la justicia y también en el sentido de la felicidad. Y así como las personas y las instituciones tienen que ser justas, las personas tienen que ser felices. Afirmaba John Rawls en Teoría de la Justicia que la justicia es una obligación de las instituciones y de las sociedades, de la misma manera que la verdad es una obligación de los sistemas científicos. Una institución que no pretenda ser justa es ilegítima, una sociedad que no pretenda ser justa es una sociedad inhumana. Las instituciones y las sociedades tienen que pretender ser justas, las personas además de ser justas sueñan con ser felices. Por eso las instituciones han de establecer las bases de justicia indispensables para que las personas puedan proyectar su felicidad como bien les parezca, siempre que no atenten contra la felicidad de los demás.
Lamentablemente, al hilo del tiempo las utopías de la justicia han entrado en conflicto con las de la felicidad. Y ¿por qué? Porque la felicidad ha venido a entenderse como bienestar, como simplemente estar bien. Traeré a colación un dicho de mi tierra: el que estiga bé, que no es menege; el que esté bien, que no se mueva. El bienestar nos hace acomodarnos, y si vienen otros de otra tierra porque no están bien, y por eso se mueven, les podemos tirar al mar o enviarlos de nuevo al lugar donde no estaban bien. Porque ellos no están bien, pero nosotros sí, para qué tenemos que movernos. Me temo que ese principio, que mantenemos como una obviedad, de “el que estiga bé, que no es menege” ha sido la causa en muchas ocasiones de que los afanes de justicia hayan entrando en conflicto con la aspiración a la felicidad; o, mejor dicho, con el bienestar.
Pero, como decía Scitovsky en Frustraciones de la Riqueza, tras hacer un análisis de estudios del bienestar, en los que se toma por índice del bienestar el número de coches y electrodomésticos de un país, ¿quién nos ha dicho que tener todo eso, es lo que produce la felicidad? Lamentablemente los listos sacan de aquí la conclusión de que si los medios materiales no producen la felicidad, no importa que haya países o grupos que carecen de tales medios. Pero eso es cinismo puro, y el cinismo es imperdonable.
Por el contrario, el gran reto del tercer Milenio consistirá, a mi juicio, en diseñar una idea de felicidad que incluya, como un componente suyo ineludible, el afán de justicia. Hemos depauperado excesivamente la felicidad, la hemos dejado en elemental bienestar, en estar bien, en tener lo suficiente. Somos muy modestos y no nos atrevemos a hablar de felicidad, sino, a lo sumo, de calidad de vida: llevar una vida de calidad, todo pequeñito, modesto, poco ambicioso. Y, sin embargo, es preciso recuperar la aspiración a la felicidad. Decía Aristóteles, hace ya veinticuatro siglos, que todos los seres humanos tienden a la felicidad, y hubiera sido igualmente verdad aunque no lo hubiera dicho: todos los seres humanos tienden a la felicidad, y no podemos arrojar la toalla en esto, tenemos que diseñar una idea de felicidad, que tenga como componente ineludible la justicia. Veremos la relación que guarda todo esto con los derechos humanos.
Adela CortinaCatedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia (España)
Texto publicado con autorización del Centro de Colaboraciones Solidarias.
Texto publicado con autorización del Centro de Colaboraciones Solidarias