Escrito por 12:00 am Especial, Revistas

Febrero 2013

por Mario Luis Fuentes

Desde hace varios años se ha advertido que América Latina en general, y nuestro país en lo particular, enfrentan un grave déficit de ciudadanía que se expresa en distintas dimensiones: a) en una baja confianza en las instituciones; b) en una limitada participación organizada en la defensa de causas o desarrollo de trabajo comunitario; c) en bajos niveles educativos que se traducen en una mentalidad generalizada favorable al autoritarismo; d) en elevados niveles de corrupción gubernamental.

Todo lo anterior se traduce, si se quisiera resumir, en una debilidad estructural del Estado de derecho, el cual es incapaz, en medio de estas condiciones, de transitar hacia nuevos estadios de respeto a la ley, así como hacia una nueva lógica de promoción para una mayor colaboración social a través de la solidaridad y el desarrollo comunitario.

En el 2004, numerosas organizaciones sociales impulsaron la creación de la Ley Federal de Fomento a las Actividades Desarrolladas por las Organizaciones de la Sociedad Civil, misma que, si bien abonó relativamente a dar certidumbre y una mayor transparencia al uso de los recursos públicos, al final no ha logrado ser un marco eficaz para promover y fomentar la participación ciudadana a favor del desarrollo y el bienestar social.

A 9 años de haber sido promulgada (su fecha de publicación en el DOF es el 9 de febrero de 2004), ni la Ley ni las instituciones responsables de su aplicación lograron dar un mayor impulso a la organización y participación social, las cuales, al menos en el ámbito de la organización formal, siguen siendo muy pocas, si se considera la dimensión demográfica y territorial del país, y sobre todo si se toman como referencia las acciones y avances en otros países.

De acuerdo con datos de USAID, en el año 2011, en los Estados Unidos de América había 65 organizaciones por cada mil habitantes; en Chile hay 63 por cada mil personas; en Argentina hay 29 organizaciones por cada mil habitantes; en Brasil la proporción es de 17 por cada mil personas; mientras que en nuestro país es de 3.6 OSC por cada mil habitantes.

Enfrentamos un panorama de suma complejidad en el que es necesario fortalecer las capacidades del Estado a fin de garantizar plenamente los derechos sociales de la población, y de regular con eficacia la prestación de bienes y servicios que forman parte de la oferta privada.

Es un hecho que la democracia sólo podrá consolidarse en la medida que haya una ciudadanía participativa y capaz de exigir, no sólo el cumplimiento de sus derechos, sino de ser una vigilante activa del cumplimiento del orden constitucional, sobre todo a raíz de la aprobación de la reforma al artículo 1º Constitucional en materia de derechos humanos y tratados internacionales.

Ante este reto, en la edición de febrero presentamos diversos artículos de expertas y expertos en el análisis y estudio de la sociedad civil en México: sus retos, sus posibilidades de fortalecimiento y sobre todo, los dilemas que habrán de enfrentarse en los próximos años en la construcción de un México mucho más solidario, justo e incluyente.

Desde esta perspectiva, uno de los mayores retos para el nuevo Gobierno se encuentra precisamente en diseñar una nueva lógica de cooperación, diálogo y entendimiento con las organizaciones de la sociedad civil; para lo cual deberá construir también nuevos instrumentos para generar estímulos fiscales; flexibilizar los requisitos para la constitución formal; así como horizontalizar y democratizar la entrega de los recursos.

En México hay una enorme energía social que no está siendo aprovechada y que puede contribuir en gran medida al desarrollo nacional. INEGI estima que las organizaciones sin fines de lucro aportan casi el 3% del PIB nacional, lo cual evidencia otro de los aspectos de la relevancia de las OSC, en cuanto a su capacidad de generar y redistribuir la riqueza.•

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