En México la justicia se imparte de manera diferenciada: generalmente de manera expedita para quienes tienen más recursos; y de forma tortuosa y lenta para quienes carecen del dinero suficiente, en primer término para pagar un buen abogado y, en segundo, para cumplir con las “cuotas” que deben cubrirse a lo largo de toda la cadena de un proceso judicial.
Resulta preocupante que pensar en la justicia en nuestro país se lleva a cabo casi siempre bajo tres conceptos: negligencia, corrupción e impunidad; así lo demuestran todas las encuestas de percepción pública que se han levantado en los últimos diez años, y en las cuales se recoge una sensación ciudadana de azoro e indefensión.
La violencia que se vive en todo el territorio nacional, producto, sí, de la confrontación de las instituciones con el crimen organizado, pero también por la expansión y crecimiento de los delitos del orden común, se ve recrudecida por la falta de un sistema que dé plena garantía al mandato contenido en el artículo 17 de la Constitución, el cual establece que: “Toda persona tiene derecho a que se le administre justicia por tribunales que estarán expeditos (…) emitiendo sus resoluciones de manera pronta, completa e imparcial. Su servicio será gratuito, quedando, en consecuencia, prohibidas las costas judiciales”.
Lo anterior se ve confrontado cotidianamente por la realidad que se vive en los juzgados de todo tipo y nivel; sobre todo cuando las y los acusados son personas hablantes de lenguas indígenas, adultas mayores o con algún tipo de discapacidad; resulta aun peor cuando siendo personas de las características señaladas, han sido víctimas de algún delito.
Al respecto, lo que no debe perderse de vista es que esta realidad no es ajena a lo que se está viviendo en territorios como Michoacán y Guerrero, en donde la descomposición social e institucional parece ser sistémica, es decir: el orden constitucional se ha fracturado y, en sentido estricto, se están generando espacios de ingobernabilidad como no se había visto en la historia reciente del país.
Considerando que seguimos siendo un país mayoritariamente pobre y profundamente desigual, es urgente que el Poder Judicial se posicione rápidamente en términos de lo planteado recientemente por el ministro presidente de la SCJN, como la columna vertebral para la adecuada interpretación y garantía de vigencia del nuevo paradigma constitucional en el que vivimos y desde el cual se reconoce y protege el más amplio catálogo de derechos humanos y sociales en nuestra historia como nación independiente.
Esto significa que debemos ser capaces de exigir que la administración, procuración e impartición de justicia sean asumidas como parte esencial del desarrollo social y humano; esto implica que todo el entramado institucional del ámbito judicial debe fungir como un factor de unidad y reconciliación nacional, y no un factor más que profundiza las desigualdades.
Combatir la pobreza y reducir las disparidades que nos caracterizan implica también una profunda transformación del Poder Judicial porque, sin duda alguna, la cimentación de un nuevo Estado de bienestar —profundamente democrático— requiere no sólo de un sistema judicial eficiente, sino de uno que tenga la capacidad de formar a sus magistrados, jueces y personal auxiliar, para que asuman, en todo momento y lugar, un pleno compromiso con la más amplia protección posible a las garantías ciudadanas y sociales.
A nombre de nuestro Consejo Editorial, agradezco a la Doctora Elena Azaola su generosa ayuda, al diseñar los contenidos y llevar a cabo la convocatoria de los expertos que colaboran en esta edición.•
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