Todas y todos deberíamos ser feministas
Chimamanda Ngozi Adichie lo dejó claro en Todos deberíamos ser feministas (2014): la igualdad de género no es un asunto exclusivo de las mujeres, sino una tarea común, una responsabilidad ética y social que nos interpela a todas y todos. Su obra, que parte de su experiencia como escritora y pensadora nigeriana, ha llevado el feminismo a una conversación más amplia y urgente. Sin embargo, aquí estamos, una vez más en el umbral del 8 de marzo, repitiendo diagnósticos, señalando omisiones estructurales y preguntándonos lo mismo: ¿por qué seguimos sin asumimos como feministas si, en un cálculo racional, todas y todos deberíamos serlo?
Escrito por: Cecilia Liotti
Una democracia digna de ese nombre debería garantizar la integridad de cada mujer, su acceso a derechos, su seguridad, su libertad de ser y decidir. Debería ser obvio que el bienestar de una sociedad se mide en la posibilidad de que niñas, adolescentes, mujeres de todas las edades, condiciones y autodeterminaciones encuentren caminos de desarrollo sin obstáculos impuestos por su género. Y, sin embargo, aquí seguimos, contando feminicidios, documentando brechas salariales, denunciando techos de cristal, y enfrentando resistencias que se escudan en el statu quo.
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¿Por qué no pasa nada? ¿Por qué no nos autoproclamamos feministas si, al desmenuzar el término, termina siendo una elección lógica? Hace unos días leí ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? Una historia de las mujeres y la economía de Katrine Marçal y encontré algunas respuestas. Adam Smith, el padre de la economía clásica, postuló en La riqueza de las naciones (1776) que la prosperidad derivaba de la búsqueda egoísta del interés individual: el panadero no hornea pan por altruismo, sino porque desea obtener un beneficio personal. De este modo, en su lógica, la suma de todos esos egoísmos desembocaría en el bienestar colectivo.
El problema de este modelo, como señala Marçal, es que Smith jamás contempló la existencia de quienes no podían participar de ese juego. Su homo economicus era un hombre que se dedicaba a la producción y al comercio, pero no se detenía a pensar en quién preparaba su cena, quién lavaba su ropa o quién garantizaba su bienestar cotidiano. Como si el trabajo de cuidados no existiera, como si lo que sostenía su mundo no fuera parte de la ecuación económica.
La historia misma se encargó de refutarlo. A través de la teoría de juegos, John Nash demostró que el interés individual desenfrenado no siempre genera equilibrios óptimos, sino que puede desembocar en catástrofes económicas y sociales. Y, sin embargo, seguimos operando con la lógica de Smith, ignorando lo que Marçal llama lo otro, esa carga invisible que recae sobre las mujeres: los cuidados, la organización doméstica, la crianza, la carga mental que sostiene la vida cotidiana. Lo otro, como lo definió Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949), como lo accesorio, lo subordinado. No la mano invisible del mercado, sino la mano que cocina, cuida, amamanta y limpia, permitiendo que otros sean productivos sin preocuparse por la logística de su propia existencia.
Pensé en esto mientras recordaba a Rita Segato y su insistencia en que la humanidad evolucionó en gran parte gracias a las mujeres. No a través de la competencia despiadada ni del interés individual, sino de la cooperación, el cuidado y la transmisión de saberes. La racionalidad de las mujeres ha sido la de la civilidad, la de la construcción de redes, la de la prevención del conflicto. Nos quitaron el garrote y nos pusieron la sopa, la caricia, la enseñanza, la imaginación para inventar y crear otros mundos posibles.
El feminismo, ese que tantas veces se caricaturiza y se malinterpreta, no es otra cosa que el reconocimiento de esta historia omitida. En la segunda ola del feminismo, Betty Friedan sacudió los cimientos de la domesticidad con La mística de la feminidad (1963), al exponer el vacío existencial de las mujeres confinadas al hogar. Décadas después, bell hooks —cuyo nombre real fue Gloria Jean Watkins— profundizó en el cruce entre género, raza y clase en El feminismo es para todo el mundo (2000), desmontando la idea de que el feminismo era un privilegio de unas cuantas.
Y aquí estamos, en pleno siglo XXI, todavía debatiendo si el feminismo es necesario. ¿Quién podría estar en desacuerdo con un mundo donde las mujeres tengan autonomía, oportunidades, acceso a la salud, a la educación, a la seguridad? Si nuestras constituciones y tratados internacionales lo proclaman, si cada política pública que se precie de justa lo pretende, ¿qué nos detiene?
El problema, claro, es el poder. El feminismo no es solo un enunciado de derechos, sino una disputa por estructuras que han garantizado privilegios durante siglos. No basta con reconocer la injusticia; hay que desmontar sus engranajes: la distribución desigual de la riqueza, las expectativas de género, los mecanismos que naturalizan la violencia, los sistemas que perpetúan que lo privado sea una carga exclusivamente femenina.
Por eso el feminismo no es cómodo. Porque nos enfrenta a la evidencia de que la desigualdad no es un error del sistema, sino una característica del sistema. Porque implica asumir que la mano invisible del mercado nunca ha cuidado de nosotras, sino que hemos sido nosotras quienes hemos cuidado del mundo. Porque exige soltar privilegios, transformar inercias, redistribuir el poder.
Ser feministas es asumir esa tarea. Es mirar la historia completa y no solo sus capítulos más cómodos. Es cuestionar las premisas heredadas, entender que la democracia, el progreso y la justicia son imposibles sin nosotras. Todas y todos deberíamos ser feministas no es una consigna; es la única conclusión lógica después de ver la historia de frente y sin eufemismos.
Lo otro, lo invisible, lo que Adam Smith nunca vio, lo que el mercado jamás reconoció, es lo que sostiene el mundo. Negarlo es condenarnos a repetir el ciclo de exclusión y violencia. Aceptarlo es la única forma de construir algo nuevo.
Y si la historia nos ha enseñado algo, es que no basta con esperar a que las cosas cambien. Hay que cambiar la historia.
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