México atraviesa por una severa crisis que tiene tres componentes principales: a) niveles históricos de violencia homicida, acompañados de violencia feminicida y violencia de género que se ubican en la categoría de lo macabro; b) el decrecimiento económico en 2019, que se profundizará y agravará este 2020 como consecuencia de la parálisis que ya está en marcha a partir de la aparición del #Covid-19; c) la propia crisis pandémica que le impone a la sociedad y al gobierno graves consecuencias y pone en riesgo nada menos que la salud y la vida de miles de personas.
Frente a lo anterior, el gobierno de la República se ha negado a modificar su visión inicial de gobierno, basada fundamentalmente: a) en tres grandes obras de infraestructura: el aeropuerto de Santa Lucía, el Tren Maya y la Refinería de Dos Bocas, y b) en siete programas sociales prioritarios en los cuales se concentra la mayor parte del presupuesto para el combate a la pobreza y la generación de bienestar.
Respecto de la crisis de la pandemia, debe apuntarse también que llegó en el peor momento, pues había ya evidencia suficiente para sostener que la transición del Seguro Popular al INSABI no se dio de la mejor manera y, por lo afirmado por el propio gobierno federal, la consolidación del nuevo sistema se esperaba para diciembre de este año: pero las crisis no esperan y se requiere que esté listo hoy, porque para quienes enfermen de manera grave por el COVID-19, que se estiman en alrededor de 10 mil personas, no habrá 10 mil camas disponibles ni 10 mil aparatos de auxilio a las dificultades respiratorias que produce la enfermedad; y esto por una razón simple: el Sector Salud no los tiene o al menos no por ahora).
La estatura de un jefe de Estado es por las decisiones que toma en los tiempos que le son favorables, pero sobre todo, por las que toma en tiempos de adversidad para la sociedad a la que tiene la responsabilidad de bien gobernar con base, en nuestro caso, en el mandato de proteger y garantizar todos los derechos que nos reconoce la Constitución.
Desde esta perspectiva, el presidente López Obrador enfrenta un reto mayor: interiorizar y cobrar plena que el país de hoy, a 20 meses de su triunfo electoral, es muy distinto al país que lo eligió en julio de 2018; y que esa transformación le exige cambios radicales, pero también le impone severas restricciones que le obligan a redefinir prioridades, y eso incluye decidir a dónde se aplican los escasos recursos de que dispone.
Frente a esta severa crisis, cabe preguntar si es pertinente seguir con la construcción, por ejemplo, de la Refinería de Dos Bocas. Y no se trataría de cancelarla, sino de posponerla. Esto liberaría alrededor de 30 mil millones de pesos anuales para atender la emergencia.
¿Por qué no mejor destinar esos recursos para garantizar que todas las viviendas del país tengan acceso al agua potable? ¿Por qué no redoblar el esfuerzo y abatir de una vez por todas el rezago en disponibilidad de drenaje? Estas dos medidas nos darían mucho más sólidas capacidades para resistir ésta y las otras epidemias que habrán de venir, pero al mismo tiempo se tendría un doble efecto: relanzar al sector de la construcción de baja escala, y resolver uno de los principales problemas del desarrollo social que proviene de una injusticia ancestral y que se agudizó en los últimos 30 años de gobiernos neoliberales y corruptos.
Es de tal magnitud la crisis que es momento de aprovechar la coyuntura y, ante el inexplicable retraso en la elaboración de los Programas Sectoriales de la administración pública federal, construir un nuevo Plan nacional de desarrollo, que sí sea Plan, y reorganizar todo el esfuerzo del gobierno, ya no para la demagógica idea de una “cuarta transformación”, sino para el más elemental y digno propósito de evitar que muera quien no debe morir.
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