Un autor (Franc Marc), poco antes de morir en Verdún, escribió en una carta desde el frente de la Primera Guerra Mundial: Esta guerra es “una guerra civil europea, una guerra contra el enemigo interno invisible del espíritu europeo”.

Han pasado más de cien años desde entonces, encontrándonos hoy en una situación muy similar a la que precedió (los años treinta) a esta conflagración (1914-1918) que tuvo como escenario más 40 mil kilómetros de trincheras, lo que representa una trinchera suficiente como para dar la vuelta al mundo y donde murieron 50 millones de soldados, dado que fue un enfrentamiento entre ejércitos industrializados localizados en un territorio preciso entre Alemania, Francia y Bélgica.

Escrito por: Lorenzo León Diez

Un hombre se había dado cuenta de esta perniciosa localización donde el alimento venía de países tan distantes como Estados Unidos contra el frente prusiano. La siguiente guerra -concibió Hitler- tendría que ser una guerra relámpago (blitzrieg), y el ataque para lograr el espacio vital (lebensraum), tendría que ser definitivo y definitorio: una nueva concepción de la guerra dirigida por una “trincherocracia”, militares mutilados, enloquecidos, retirados y plenos en su juventud madura en la construcción de un discurso imperial, de raigambre socialista pero en el acento nacional (nada de revolución mundial bolchevique), sino la fuerza de los guerreros contra los políticos, de todos los partidos, legales e ilegales. El parlamento era un juego menor para ellos y la monarquía un juguete que podrían destruir cuando quisieran. (Mussolini y Hitler).

En estos años nacía el futbol como invención inglesa, que a diferencia del cricket se expandió rápidamente y entró a otros países como un balón que anunciaba el ataque con armas, el fusil con bayoneta calada: si la eliminación (burguesa) del enemigo mediante disparos lejanos hubiera de fracasar por alguna razón, esta arma permitiría regresar a la perforación directa (aristocrática y arcaica) desde una distancia cercana, comenta Peter Sloterdijk (temblores del aire. Pre-textos .(2003).

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El historiador Paul Fussell (La Gran Guerra y la memoria moderna. Turner Noema 2016) comenta que el cricket es bueno para fomentar el verdadero espíritu, pero aún es mejor el fútbol y citando a autores que escriben obras de propaganda bélica señala: nuestros soldados son individualistas. Se lanzan a pequeñas empresas individuales. El alemán no es tan hábil para esos menesteres. Nunca los aprendió antes de la guerra, y su entera preparación, desde su niñez, ha sido obedecer, y obedecer todos a la vez.

Y la razón es muy sencilla. No se dedican a juegos individuales. El fútbol, que desarrolla la individualidad, ha sido introducido en Alemania en tiempos relativamente recientes.
Un lord, (Northcliffe) autor de uno de estos impresos de propaganda que acompañan las acciones militares, observa que las tripulaciones inglesas de los tanques son jóvenes temerarios que, sabiendo de sobra que se van a convertir en blancos especiales de cualquier arma prusiana, se entregan a su tarea deportivamente, con el mismo alegre entusiasmo que muestran en el fútbol.

Fussel apunta que una de las maneras de mostrar el espíritu deportivo era dar un puntapié a un balón de fútbol mientras se avanzaba hacia las líneas enemigas. Esta modalidad simbólica del juego se exportó más allá del frente occidental, hasta Turquía, cuando un soldado inglés informó en una carta a los suyos: “Uno de nuestros hombres tiene una pelota de fútbol. Nadie sabe cómo llegó allí. De todas maneras, le dimos unas patadas y nos enfrentamos con las primeras armas turcas, regateando con la pelota”.

Otro episodio fue la hazaña de un capitán que compró en Londres, antes de partir al frente, cuatro balones de fútbol, uno para cada pelotón. Ofreció un premio al pelotón que durante el asalto enviara la pelota a patadas hasta las trincheras alemanas.

Un superviviente narra: Cuando el fuego de fusilería cesó vi a un oficial de infantería subir desde el parapeto hasta la tierra de nadie, haciendo señales para que lo siguieran. Al hacerlo, dio una patada a una pelota de fútbol. La pelota se levantó y voló hacia la línea alemana. Parece que fue la señal de avance.
Un periodista comentó: Los soldados llegaron dando puntapiés a los balones de fútbol y confundieron completamente a los de Postsdam. Con el último puntapié se encontraron ante ellos con las bayonetas, y aunque los berlineses pelearon valerosamente, confraterizaron con los mejores.

Dos de esos balones de fútbol se conservan en museos británicos.

El fútbol ha llegado desde aquellos aciagos territorios a nuestros días en esa fiesta mundial que une a la mayoría de los países del planeta, a todas las culturas, como lo podemos ver en la simpática película La Copa, de Khyentse Norbu Blaután, 1999 (en Mubi), que trata de cómo los monjes tibetanos en exilio se organizan para adquirir un televisión y una antena para ver los juegos del mundial.

¿Qué tipo de guerra real y virtual acaece en la humanidad, en el tiempo óptico y auditivo de un horario que corre a lo largo de un mes que envuelve a millones de individuos de diversas (¿todas?) nacionalidades e idiomas?

Estamos ante un territorio (un rectángulo de césped) donde se concentra la atención nerviosa, las emociones que despierta el enfrentamiento, el duelo precisamente -pactos de virilidad y honor- cuya identidad militar es simultánea con el lenguaje que la narra, que la reflexiona, que la critica, en un lenguaje tan espectacular como el movimiento mismo de 22 entes en el juego, más sus tres árbitros, la justicia trinitaria.

En este rectángulo que es captado y expandido por la televisión y ahora, la red cibernética, tiene lugar un verdadero cruce (de ida y vuelta como el balón mismo) de civilizaciones donde el mundo islámico ahora sienta sus reales.

Se trata de una convención de empresas organizadas en esa nebulosa que es la Fifa, donde transitan grandes capitales y se produce la más potente propaganda trashumana o pos social en el complejo mundo del espectáculo y los medios de comunicación, contemporáneamente a una primera guerra híbrida, como la califica Jalife, Ucrania.

La emoción que crea el fútbol en la humanidad repite en la virtualidad y en el sub consciente colectivo, la llamada psicología de las masas, las simbolizaciones heroicas y sacrificiales (por las patrias) de las guerras arcaicas y modernas.

¿No es tan importante el suceso que debíamos expropiarlo el pueblo? Escuchen por favor mi carcajada, cuando Tv azteca y televisa declaran que México es su propiedad (o sea el equipo), y ellos los mariscales de la guerra, donde nuestro país fracasa y fracasa.

Los comentaristas deportivos son los filósofos trashumanos o pos sociales. Creadores contemporáneos del lenguaje bélico, y los directores técnicos, estrategas donde brilla el talento de esos managers que hacen patinar a sus muchachos en la faena de la guerra, el balón en el ataque y la defensa, el campo de batalla pleno de ardor e inteligencia militar, con sus capitanes en disputa, violencia metaforizada en las formaciones, en los avances, en la función tan peligrosa de los guardametas, póstigos de la retaguardia.

Los discursos que produce la competencia donde los astros son cuerpos cósmicos en ascenso o descenso, héroes neo mitológicos, multimillonarios con caras de niños (ah, chuki, ese diablillo).

El territorio del juego y la faena militar significan un avance en la necesidad biológica que tiene el hombre de la guerra, polémica aún no resuelta y que ocupa a las cabezas más ilustres de nuestro tiempo.

Por lo pronto los mexicanos han perdido snif, una vez más, pero no han desecho el juego, como los alemanes, que no regresaron el balón en las trincheras a los ingleses, “dando muestra del inadecuado concepto que tienen los alemanes del juego”, dirá un crítico de ese tiempo, pues usaron por primera vez contra sus enemigos el gas clorhídrico, un nuevo instrumento en la guerra, y absolutamente ilustrativo de cuál es la idea prusiana del juego.

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