Amanecía el sábado 2 noviembre de 2002. El gran Javier Oliva y yo esperábamos, de pie en el vestíbulo, a que llegara el anfitrión.

Nos había invitado a desayunar a su oficina para platicar sobre dos temas de la coyuntura política que le interesaban: la nueva relación del Ejecutivo con el Legislativo, recién reconfigurada, y la elección federal intermedia de 2003.

Escribe: Sergio J. González Muñoz

Sobre ambos temas, decía Oliva, yo podría aportar algo a la conversación y a la curiosidad del ocupante del piso. En el primero, por mi trabajo previo en ambas cámaras del Congreso, en la Secretaría de Hacienda de Gurría y luego en la de Gil Díaz, precisamente en funciones de operación política parlamentaria (cabildeo). En el segundo, porque es EL TEMA de mi vida profesional.

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La idea era platicar con este hombre y luego, bajar yo un par de pisos para dar una plática sobre el proceso electoral federal en curso a los mandos superiores de la organización.

De una puerta invisible, emergió el secretario, impecablemente enfundado en el uniforme oficial. Con paso marcial se acercó y me extendió su mano derecha. Mirándome a los ojos me dio la bienvenida y me agradeció por aceptar la invitación. Impresionado, casi tartamudeando, apenas atiné a decirle “Mi General, Buenos días”.

Era el General Secretario de la Defensa Nacional, Gerardo Clemente Ricardo Vega García. Traía el pecho lleno de condecoraciones; de esas de las que los civiles no sabemos nada salvo que representan sacrificios, tesón, reconocimiento y, claro, lealtad a la patria.

Nos condujo a una mesa en la que estaban otros 6 o 7 Generales. Todos se apreciaban hombres recios, formados en la rudeza de la operación de campo; en los años, lustros, décadas de disciplina; crecidos en la jerarquía a punta de eficacia, resultados y paciencia; expertos todos en el manejo de armas, claro, pero también de hombres y conflictos, que es más difícil.

Dos de ellos serían Secretarios de la Defensa en su momento: Guillermo Galván Galván (entonces Subsecretario del Ramo) y Salvador Cienfuegos Zepeda (entonces Subjefe de Doctrina del Estado Mayor de la Defensa).

Con elocuencia, soltura y dominio, el General Secretario habló largo y profundo de las complejidades modernas de la Seguridad Nacional. Yo, sentado a su izquierda, le dije que me interesaba el tema.

Hablamos de la novedad institucional de que el Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas no tenía mayorías cómodas en las Cámaras y los retos particulares de la alternancia política en el marco de un gobierno dividido. Comentamos la importancia de que las elecciones estuvieran en manos de un órgano constitucional autónomo, porque eso garantizaba “la estabilidad del proceso democrático electoral”.

Descubrí un militar muy informado, culto, viajado, leído. De buen trato y gente decente, además. Con talento para determinar sobre uno con la pura primera impresión. Le entendía muy bien a la nueva política de entonces, la de la alternancia. Es decir, inteligente y astuto al mismo tiempo.

Luego del café, se despidió generosamente y le ordenó a Cienfuegos acompañarme a dar mi plática al otro piso frente a 150 oficiales y mandos. Cuando terminé, nadie aplaudió. A una señal de él se pusieron todos de pie al mismo tiempo y luego, muy al estilo de la casa, mediante concisa y breve alocución, me entregó una placa metálica de reconocimiento por mi exposición. Solo entonces aplaudieron. Aún la tengo y la atesoro al día de hoy. Me acompaña a todas mis oficinas.

Unos días después se presentó a mi oficina un militar uniformado, que había descendido de un vehículo numerado y con antenas. No quiso dejar a nadie un paquete que dijo traer para mí. Salí a recibirlo. Me entregó un sobre y, circunspecto y en posición de firmes, me informó que me traía ese envío y un saludo personal de parte del General Secretario de la Defensa Nacional.

Era el libro “Seguridad Nacional. Concepto, organización, método”, de la autoría del propio Vega García, del año 2000, editado por la dependencia a su cargo. En la primera página venía una tarjeta de atentos saludos. Libro y tarjeta ocupan también un lugar preponderante en mis libreros y mi gratitud.

Cuando hace unos días perdimos a este gran servidor público, autor, militar y estratega, lo recordé con aprecio y escudriñé de nuevo su texto. Todos deberíamos revisarlo, sobre todo en estos días de intemperancia política, en temas como poder y proyecto nacional; o intereses, objetivos y aspiraciones nacionales y, naturalmente, el papel y responsabilidad de las élites en todo ese entramado.

Mi General, ahora que transita Usted hacia el eterno oriente y ha emprendido su ulterior misión, también de alto honor y trascendencia, le deseo buen viaje, lo abrazo con afecto, le expreso mi respeto inquebrantable y mi gratitud sempiterna, pero no solo por el libro, la tarjeta y el desayuno, sino por los servicios prestados a una nación que siempre premia a sus mejores hombres, como merecidamente, lo hizo con Usted. Échele galleta.

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