Walter Benjamin tenía una imagen de la historia como un montón de ruinas cuya altura en la modernidad alcanzaba los cielos, como una enorme pila de cráneos y de los cadáveres de los vencidos, una historia que escriben los poderosos, así como los constructores de crematorios y fosas comunes. Para muchos, la visión benjaminiana de la historia suena apocalíptica, pero en nuestro contexto pareciera, además de una crítica del poder, una descripción factual del grotesco espectáculo que atestiguamos en los últimos 10 años: fosas clandestinas, asesinatos por doquier, cuerpos disueltos en ácido, desaparecidos en todo el territorio nacional: un cúmulo de dolor inenarrable y la angustiosa realidad de miles que enfrentan duelos sin cuerpos ante los cuales llorar y despedirse.
Siguiendo con Benjamin, ante la empatía con los victimarios que ha sido construida desde el poder, hay que anteponer la memoria y el recuerdo de los vencidos; y si bien, como lo señaló en algún momento Horkheimer, los muertos han sido, efectivamente, muertos y los vencidos, vencidos, a tal grado que no hay reparación posible, Benjamin reivindicaba, con razón, el esfuerzo porque no sean completamente olvidados y que su recuerdo se mantenga vivo.
Lo que eso significa es que tenemos derecho a no olvidar y, en ese sentido, el pasado tiene cierta primacía sobre el presente: porque es la memoria del pasado, no sólo la vivida, sino también la pensada, la que nos abre senderos de libertad y conciencia radical de nuestra responsabilidad con los otros.
Desde esta perspectiva, el gesto de Andrés Manuel López Obrador de visitar a sus muertos el 2 de noviembre, permite hacer un planteamiento como el aquí dicho: su gestión deberá ser una distinta, y lo será, sólo en la medida en que el pasado se mantenga vivo, no como herida abierta o como resentimiento con la cruda realidad que enfrentamos, sino como la posibilidad de construir un futuro esperanzador para todos.
El Día de Muertos, ceremonia y celebración, como diría Octavio Paz, también es conmemoración de la vida a favor de una vida en dignidad, una apertura de sentido y posibilidad de todo lo que nos hace mejores, en tanto que seres solidarios y respetuosos de la otredad que somos, todos en soledad y en la vida en común, que es vida social, política y económica.
Y es que la muerte campea no sólo por la violencia homicida —parricida, feminicida, infanticida, fratricida— que nos rodea, sino también la violencia de un mercado voraz que ha antepuesto la obtención de ganancia por sobre todas las cosas, con el complaciente —quizá cómplice— abandono del Estado respecto de los pobres y los vulnerables.
El Inegi nos dice que en el año 2017 fallecieron más de 107 mil personas por diabetes mellitus; más de 130 mil por enfermedades del sistema circulatorio y de manera sorprendente, en 2016 y 2017 las enfermedades del hígado —entre las cuales son mayoritarias las enfermedades hepáticas por alcoholismo—, son ya la cuarta causa de mortalidad en el país.
Los vencidos no lo son únicamente por la violencia del hampa, lo son también los millones que viven en medio de la malnutrición; quienes viven con una salud mental precaria, y por eso abusan del alcohol, el tabaco y otras sustancias, lo son también las niñas y niños a quienes se les niega el derecho a no ser pobres y lo son todas las personas que, por distintas causas son discriminadas y privadas de sus derechos.
Hablar por nuestro muertos es importante, porque de manera implícita es hablar por nosotros que estamos vivos, pero también por los que han de venir porque si el pasado nos marca, en el sentido ya dicho, el futuro no tardará en alcanzarnos, y con él, el ético y justificado reclamo de las nuevas generaciones, por no haber tenido el coraje de pugnar y velar por la memoria, que a final de cuentas, es la memoria de todos.
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