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Hacia una nueva seguridad para México

por Antonio Mazzitelli

Todavía hay mucho camino por delante antes de entregar a los mexicanos la paz prometida. Este camino no se cumplirá solamente con la implementación de las reformas y los programas institucionales


*Las opiniones expresadas en el presente documento son las del autor y no reflejan necesariamente las de Naciones Unidas ni las de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito

En diciembre de 2012, The Economist, un influyente semanario británico, en su inserto titulado “Desde la oscuridad el amanecer” presentaba a México como el nuevo protagonista del entorno económico global. Segunda economía del continente latinoamericano y duodécima en el mundo, México goza de previsiones optimistas en la esfera económica: en 2012, operadores financieros como Goldman Sachs y Namura señalaban que la economía mexicana se convertiría en la séptima más importante en el mundo en el año 2020.

Más recientemente un estudio realizado por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) indicaba que en 2012 el producto Interno Bruto de México (ajustado al poder adquisitivo real) había superado al de Italia, convirtiéndose así en la sexta economía más grande de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Estas proyecciones entusiastas de crecimiento y desarrollo son, sin embargo, opacadas por las noticias acerca de la inseguridad en la que viven los mexicanos. Las estadísticas y el análisis producidos por instituciones federales e investigadores independientes hablan por sí mismos: un estudio publicado en junio de 2013 por el Observatorio Nacional Ciudadano de Seguridad, Justicia y Legalidad (ONC) basado en las denuncias registradas por las autoridades indicó que la tasa de homicidios dolosos por cada 100,000 habitantes se había incrementado en un 68.2%; la del secuestro de 62.7%; la de la extorsión de 107.9%; y la de robo con violencia de un 39.7% en el período 2006-2012.

Fuentes oficiales del gobierno federal mexicano han reconocido el complicado estado de la seguridad, resaltando, sin embargo, un prometedor cambio en las tendencias de los últimos 18 meses. De acuerdo con el Segundo Informe de Gobierno del Presidente Enrique Peña Nieto, en 2013 la tasa de homicidio intencional se redujo del 12.5 % respecto al 2012, y en los primeros siete meses de 2014 ocurrieron 27.8% menos homicidios dolosos que en el mismo periodo de 2012.

El mismo informe detalla que en los primeros siete meses de 2014 también se registraron reducciones en las tasas de secuestro, extorsión, robos en carretera, robos a transeúntes y robos a casa habitación. Todos estos datos, junto con los avances de las reformas en materia de profesionalización de los cuerpos policiacos, transparencia y rendición de cuentas, administración de la justicia penal y reforma del sistema penitenciario, hacen esperar que de pronto México y los mexicanos podrían gozar nuevamente de un entorno en donde la violencia represente la excepción en los titulares de los medios. Otro acierto importante ha sido la presentación e instrumentación de un Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia, el cual representa un importante cambio de enfoque al tratamiento de la inseguridad, y un indispensable complemento por parte del Gobierno Mexicano a la búsqueda de soluciones sustentables y democráticas a las causas estructurales de la violencia y la delincuencia. No obstante, y tal como lo han señalado claramente el Presidente Peña Nieto y el Secretario de Gobernación Osorio Chong, todavía hay mucho camino por delante antes de entregar a los mexicanos la paz prometida.

Este camino que queda por andar no se cumplirá solamente con la implementación de las reformas y los programas institucionales, aun si es cierto que el papel de las instituciones es y siempre tendrá que ser central. Aun más importante será la participación de los ciudadanos mexicanos en el desarrollo, implementación y seguimiento a nivel territorial de estas iniciativas, así como fundamental será la capacidad de los ciudadanos de incorporar en su cultura y en sus vidas cotidianas los principios y las reglas de legalidad y responsabilidad ciudadana que fundamentan en las democracias modernas el contrato social entre ellos y las instituciones.

Hasta hace poco, las relaciones entre las instituciones y los ciudadanos, entre gobernantes y gobernados, se desarrollaban según el modelo de “habitantes” (actores pasivos residentes en un territorio), desconociendo así el papel y la importancia del “ciudadano” (actor activo titular de derechos así como de responsabilidades) en el manejo de la res publica. Los rápidos cambios económicos, sociales y políticos intervenidos en toda América Latina en los últimos 40 años han revolucionado este antiguo marco de referencia. Sus productos son la consolidación de los procesos de democratización y de alternancia política, y la promoción y la protección de los derechos humanos tanto desde el punto de vista normativo, como judicial y social.

Estos procesos han alimentado una verdadera cultura democrática que, a través de los medios de comunicación, las organizaciones de la sociedad civil y los movimientos ciudadanos, limita, corrige y a veces censura el mismo ejercicio del poder por parte de sus instituciones. Estos cambios, seguramente positivos y prometedores, no siempre, pero se ven reflejados en un crecimiento equivalente en las capacidades de los ciudadanos a interiorizar y apoderarse de las nuevas responsabilidades que la dinámica democrática y participativa conlleva. Éste es el caso de la seguridad, entendida por la mayoría como un bien social que los gobernantes deben garantizar a los gobernados sin que éstos se involucren activamente para lograrla y protegerla. Esta acepción tradicional de seguridad es independiente de cualquier cuestionamiento por parte de los gobernados sobre los medios utilizados para lograr la meta final, es decir la “eliminación de los malos” y de sus amenazas a la paz colectiva.

La experiencia nos enseña que este modelo de seguridad no solamente oculta los abusos y la impunidad, sino que además promueve y premia la corrupción, la cultura del soborno y del dinero fácil. A la cultura de la ley se opone la de la ilegalidad; al Estado de derecho se opone la ley de “plata o plomo”; al modelo de la ciudadanía responsable y participativa se oponen la cultura del narco y la ley del más fuerte. Los “malos”, sus mercados y sus actividades son, desafortunadamente, incorporados más frecuentemente a la sociedad que marginados, y los jóvenes prefieren un “día de león que cien de oveja”.

Es evidente que esta acepción paternalista, antigua, deformante y miedosa de la seguridad no puede ofrecer respuesta a las demandas de justicia y seguridad de la moderna sociedad mexicana. La nueva conciencia ciudadana impone la búsqueda y la implementación de nuevas estrategias y modalidades de actuación en donde el resultado final no será producto de una acción represiva (como la mano dura, la tolerancia cero, etcétera), sino el resultado de las acciones coordinadas de varios agentes institucionales (seguridad, justicia, educación, desarrollo social y económico, cultura y deporte, entre otros) y de la misma ciudadanía que ha sido convocada a jugar un papel propositivo, activo y de acompañamiento en estos procesos.

Es este papel activo del ciudadano que postula una nueva relación con las instituciones de seguridad en el control y manejo del territorio así como en el monitoreo de la actuación de las mismas instituciones en el cumplimiento de sus prerrogativas. Se necesita, ergo, un ciudadano activo que no sólo respeta las leyes sino que se vuelve él mismo agente para que las leyes sean respetadas por los demás. El primer paso de este proceso se cumple cuando la cultura de la legalidad reemplaza la del miedo y la aceptación pasiva de la violencia. En esta fase el respeto de la ley como cultura no es aceptación pasiva del poder sino reconocimiento de los beneficios colectivos que la legalidad genera para la comunidad es su totalidad.

El segundo paso de este proceso se cumple cuando el ciudadano sale de su esfera individual, de su comodidad pasiva para asumir la responsabilidad de defender la legalidad. Esta defensa nunca se desarrolla con medios violentos ya que estos son, por ley, de uso exclusivo del Estado y de sus instituciones. Al contrario, son los medios pacíficos y democráticos que se encuentran disponibles para el ciudadano los que permiten ejercer su responsabilidad tanto individualmente (la denuncia) como colectivamente (las asociaciones, las iglesias, los partidos y movimientos políticos, las empresas), y comprenden tanto iniciativas operativas (manejo de espacios públicos, educación y formación de jóvenes, prevención de situaciones ambientales de riesgo, etcétera) como de control y/o asistencia a las instituciones públicas (denuncias, quejas, monitoreo de desempeño, seguimiento a quejas ciudadanas, entre otros).

Es cierto también que este proceso de cambio no podrá generar resultados sin el necesario soporte y acompañamiento por parte de las instituciones públicas. De ellas es la tarea de generar el entorno en donde el ciudadano encuentre la confianza para asumir sus responsabilidades y actuar junto a sus instituciones. De ellas es la obligación de abrirse al escrutinio de sus ciudadanos, de rendir cuentas de manera transparente acerca de sus decisiones y actuaciones. Hay mucho camino por delante y es necesario que el ámbito público y el privado, las instituciones y los ciudadanos, lo recorran juntos.

Antonio Mazzitelli
Representante Oficina de Enlace y Partenariado en México, Oficina de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito
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