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Informe autoritario

El tercer informe presidencial de Andrés Manuel López Obrador fue la nota de la semana. En teoría, este ejercicio de rendición de cuentas debe servir para que el titular del ejecutivo “manifieste el estado general que guarda la administración pública del país” ante el Congreso de la Unión, según el artículo 69 de la constitución mexicana.

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Sin embargo, el ejercicio ha perdido sustancia, al menos en su expresión oral —el llamado “mensaje político”—, que hoy parece más una retahíla de post verdades que muy poco aporta a la comprensión de la sustancia del proyecto de gobierno. Este tercer informe reiteró esta tendencia hacia la vacuidad ceremonial, con mensajes dirigidos a la feligresía y a la evangelización de los conversos. La 4T se habló a sí misma, y reiteró un triunfalismo que no se sustenta en los hechos duros de la realidad aviesa.

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Comenzó con una declaración lanzada sin anestesia y sin respeto a la sintaxis: “La transformación está en marcha y, aunque es necesario seguir poniendo al descubierto la gran farsa neoliberal y auspiciando el cambio de mentalidad [sic] del pueblo, porque eso es lo más cercano a lo esencial y a lo irreversible [sic].” Me alarma que una administración federal, por más legítima que sea, pretenda auspiciar un “cambio de mentalidad” en sus electores, y que dicho cambio sea “irreversible”. Me pareció evidente el paralelismo con las convicciones autoritarias de las revoluciones radicales que, para mantenerse en el poder, buscan “reeducar” al pueblo, develándole la verdad única, evangélica y salvadora. Recordé la revolución cultural china y su enorme costo humano, los gulag soviéticos y sus lavados de cerebro, la reeducación castrista en la Cuba de los sesenta (“Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”), y la educación socialista de Calles en México, definida en su “grito de Guadalajara” del 20 de julio de 1934, cuando afirmó que “debemos entrar y apoderarnos de las conciencias de la niñez, de las conciencias de la juventud, porque son y deben pertenecer a la Revolución.”

“¡Tengan para que aprendan!”, fue el mensaje del presidente hacia el resto de los mexicanos amontonados en las etiquetas presidenciales: fifís, conservadores, neoliberales, aspiracionistas, clasemedieros, hipócritas, vendidos, calderonistas, apátridas, etcétera. Su discurso no fue el de un estadista, sino el de un rijoso e iluminado líder de secta ideológica, más preocupado por afianzar su lugar en la historia y no en el futuro. Reafirmó sus vocaciones estatistas, monopólicas y parroquianas, más propias de su admirado “desarrollo estabilizador” nacionalista de los años cincuenta y sesenta, y el populismo revolucionario de los setenta. Un México que ya no existe en un entorno mundial “post-neoliberal”.

Thomas Piketty explica en su interesante texto El capital del siglo XXI, que hoy día las desigualdades deben ser combatidas mediante políticas fiscales y de desarrollo de alcance global, y no mediante transferencias y subsidios que perpetúan la dependencia.

En cambio, AMLO presumió que “el 70 por ciento de los hogares de México está inscrito en cuando menos un Programa de Bienestar o se beneficia de alguna manera del presupuesto nacional”. Me alarma esta percepción paternalista, que ilustró bien en la mañanera del 29 de abril de 2019 cuando comparó sus programas sociales con la protección a los “animalitos” domésticos, que han perdido su capacidad de alimentarse (https://youtu.be/96Gc69bh6z0). Una visión miope de caridad cristiana, que busca “la gran satisfacción que produce a cualquier ser humano de buenos sentimientos el llevar a la práctica el principio fundamental del amor al prójimo y el servicio a los semejantes.”

Pero nada es irreversible en la política, sobre todo en democracia. La sabiduría reside en corregir a tiempo los errores de los pretendidos iluminati.

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(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León. luis@rionda.net – @riondal – FB.com/riondal – https://luismiguelrionda.academia.edu/

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