Jóvenes en el olvido


Un tema que tradicionalmente ha sido ignorado o relegado, no obstante que tiene una importancia decisiva para poder avanzar en los grandes retos que enfrenta nuestro país en materia de seguridad, es la situación de los adolescentes que han cometido delitos graves

Recientemente he tenido la oportunidad de recorrer prácticamente todas las entidades del país con el propósito de escuchar, de viva voz, sus testimonios y así poder entender su situación y comprender qué es lo que los llevó a involucrarse en actividades delictivas. Pienso que sólo si somos capaces de escucharlos con atención, estaremos en condiciones de brindarles la atención especializada que, con urgencia, requieren.

Comenzaré por compartirles la historia de Benito, uno de los cerca de 4 mil adolescentes, hombres y mujeres, que se encuentran privados de su libertad en alguno de los 54 centros de internamiento para adolescentes con los que cuenta nuestro país.

Benito es un chico de 17 años, de origen indígena, que lleva dos años privado de su libertad y a quien todavía le quedan siete años más para completar su sentencia. Cursó hasta el primer grado de la secundaria y dice que sí le gustaba la escuela, aunque tuvo que dejarla “pues no tenía ni para comer”.

Sobre su infancia, relata: “yo nunca he tenido familia, a mí me adoptaron porque tuve un accidente y mi mamá me abandonó en el hospital. Anduve en casas hogares y luego me adoptó una familia. A mi papá lo mataron cuando yo tenía dos meses de nacido y mi mamá se drogaba y se prostituía. Yo mejor dejé a la familia que me adoptó para ir a apoyar a mi mamá, aunque mi mamá nunca me ha apoyado”.

“Al principio, anduve solo en las calles y luego, desde los siete años, me fui a trabajar en  un rancho, pero como no me pagaban muy bien, mejor me iba a robar”. Benito fue acusado de robo con violencia y homicidio. Él explica: “yo vendía drogas junto con mi primo. También robábamos tiendas, casas, nada más por el vicio, por las pastillas que tomábamos, nos daban ganas de robar. La droga nos la regalaba un señor que nos quería enviciar”. Sobre el homicidio, dice: “un señor nos compró mariguana pero no quiso pagar. Entonces fuimos a su casa para que nos pagara, pero nos sacó un cuchillo y mi primo y yo lo matamos primero”. Aunque ya lo habían detenido varias veces, la última vez que lo detuvo la policía lo golpeó: “me ahogaban con una bolsa, me pegaban con un machete, me dejaron la panza morada, me estuvieron golpeando como cuatro horas”.

Señala que la atención que les dan en el centro de internamiento donde se encuentra le parece “regular”, sobre todo porque no los sacan de sus dormitorios. Lo que menos le gusta de ese centro son la comida y los golpes. “Aquí nada más te dan de ‘fregadazos’ pero no te ayudan en nada”, dice. Luego reflexiona: “algunos vienen a empeorar aquí, otros no. De repente, se hacen muchos pleitos porque nos tienen todo el tiempo encerrados en las celdas y por eso hay mucho estrés. A veces los custodios se sobrepasan porque también ellos se estresan. Ellos no saben lo que uno ha pasado, no piensan, nada más actúan. Aquí se ahorcó un chavo que era mi amigo y eso me jaló a la depresión. El chavo se colgó porque no venía su familia y siempre lo tenían encerrado”.

Después de haber escuchado 730 historias de adolescentes similares a la de Benito, me atrevo a decir que no hicimos lo que tendríamos que haber hecho en su momento para evitar que historias como ésta se repitan hoy en día por todo el país.

¿Qué tendríamos que haber hecho? En primer lugar, asegurar que cuando una niña o un niño no cuente con los cuidados de sus padres, pueda contar con un sólido sistema de protección para evitar que queden en el abandono.

¿Y qué más? Asegurar que cualquier niña o niño que sufra de abusos o malos tratos, reciba toda la atención y la protección que requiere.

¿Y qué más? Contar con un sistema educativo que no eche fuera a las niñas y los niños difíciles o con problemas de comportamiento, sino que ponga en marcha programas especializados que impidan que abandonen la escuela.

¿Y qué más? Saber que las niñas y los niños que han abandonado sus casas o que cuentan con débiles lazos de protección por parte de su familia son los más susceptibles de ser captados por grupos de la delincuencia organizada.

¿Y qué más? Que cuando caen en manos de la policía, sean tratados con respeto y humanidad si queremos que ellos, a su vez, respeten a las instituciones y tengan una experiencia de legalidad.

¿Y qué más? Que, cuando se les prive de su libertad, sea para brindarles todos los elementos, todas las herramientas que requieren para poderlos reincorporar como personas responsables, productivas y respetuosas de las normas sociales. 

Para terminar, quiero decirlo fuerte y con plena convicción: estos muchachos tienen muchas más posibilidades de rehabilitarse si les brindamos la atención especializada y las oportunidades que requieren. Numerosos estudios han demostrado que la mayoría de los adolescentes que cometen delitos abandonan estas conductas una vez que culmina su proceso de maduración; éste es el curso natural de las cosas, a menos que nos empeñemos en ignorarlos, abandonarlos o negarles los derechos y las oportunidades que necesitan. Entonces, sí estaremos contribuyendo a arraigarlos en una carrera delictiva. 

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