Toda política de prevención del delito y combate a la delincuencia se sustenta —o debería sustentarse— en una teoría del delito, la cual permite construir diagnósticos que explican por qué, cómo y en qué territorios hay mayor o menor incidencia delictiva
De manera inédita, cuando menos desde la segunda mitad del siglo XX y hasta ahora, tenemos a un Presidente de la República quien asume abiertamente tres tesis muy fuertes: 1) el pueblo es bueno; 2) el pueblo es sabio; y 3) en los casos en que las personas no son parte del pueblo bueno y del pueblo sabio, están dispuestas a cambiar y sólo hace falta la ejemplaridad del líder político y algunas intervenciones institucionales, para que se decidan a pasar al “lado de los buenos y sabios”.
Qué significa “pueblo bueno” o “pueblo sabio” es imposible de determinar; pues al tratarse de valoraciones personales, son inasibles para construir una categorización o proceso de operacionalización conceptual que permita desentrañar cuál es o será la lógica de las políticas públicas en la presente administración.
Como parte de esas valoraciones, el titular del Ejecutivo permite vislumbrar qué es lo que piensa del delito. En efecto, en sus conferencias matutinas ha sostenido reiteradamente que los programas sociales que se están construyendo van a permitir que las personas “ya no tengan necesidad de delinquir”; o que los jóvenes “ya no van a tener que caer en conductas antisociales”.
En esas afirmaciones, el Presidente nos da dos “pistas”: la primera de ellas es que, al parecer, asume que el crimen es producto de la pobreza o la carencia, tesis sumamente riesgosa porque implica, en una de sus aristas, criminalizar a los pobres; y la segunda, que su visión del delito es, no liberal, sino funcionalista, pues la categoría de “conducta antisocial” proviene precisamente del pensamiento positivista y de la sociología y hermenéutica jurídica funcionalista predominantemente norteamericana. Si no está consciente de lo que sus conceptos transmiten, mala cosa; y si lo está, enfrentamos entonces una visión del delito, el derecho y el Estado que históricamente ha basado su acción en la más severa violencia.
El problema de esta visión del delito es que ha demostrado su infinita incomprensión de la complejidad de la violencia, pero además, su ineficacia para resolver de fondo los problemas asociados a la criminalidad y la violencia, desde la perspectiva de las políticas públicas.
Por ejemplo: si el delito es producto de la pobreza, ¿por qué sigue habiendo altas incidencias de violencia y conductas delictivas aún en los países de mayor bienestar? ¿Por qué personas que no son pobres y que disponen de altos niveles educativos, delinquen, y por qué hay personas no pobres quienes cometen actos atroces, como la violación, el secuestro o la trata de personas?
Apostar por una reducción significativa de la incidencia delictiva en México debe asumir que la fenomenología del delito es sumamente compleja; que exige de una nueva estrategia nacional de cuidado y protección de la salud mental; de romper con la violencia machista y misógina; que necesita de una conciencia mayor sobre la inviolabilidad de los derechos de la niñez; que exige de una ciudadanía que repudie la corrupción en los hechos, y que considere como intolerable el ejercicio de la discriminación y la violencia.
Todo esto se dice rápido; pero exige de una cuidada, medida y eficaz construcción de una política pública holística, capaz de enfrentar no sólo al delincuente, sino generar los dispositivos institucionales para que, más allá de evitar que los “pobres se vean obligados a delinquir”, tengamos un país en el que el acceso a la justicia sea igualitario.
Procurar e impartir justicia implica mucho más que detener a los delincuentes; exige de una nueva forma de construir gobierno para garantizar una procuración e impartición de justicia plenamente respetuosa de los derechos humanos. Y ese es otro de los grandes retos de la llamada cuarta transformación.
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