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La amenaza del crimen es permanente

El pasado 5 de julio de 2021, fue asesinado Simón Pedro Pérez López, ex presidente de la asociación civil Las Abejas, de Acteal, Chiapas. Este execrable crimen, se suma a otros graves ataques a otros líderes sociales y activistas que son defensoras y defensores de la tierra y de los derechos humanos en diferentes regiones del país.

Puedes seguir al autor en Twitter @MarioLFuentes1

En efecto, de acuerdo con el Centro Mexicano de Derecho Ambiental, en 2020 fueron asesinadas 18 personas defensoras del medio ambiente en México; pero además se registraron 65 ataques más, así como 90 diferentes tipos de agresiones.

Te invitamos aleer: Crimen de odio: 28 personas de la comunidad LGBTTTIQ+ fueron asesinadas en 2020

Por su parte, el más reciente informe de la Red TDT, documenta que entre 2019 y 2020, se tiene una cifra de 45 activistas que han perdido la vida como víctimas de asesinato, entre quienes se encuentran defensoras y defensores de la tierra, personas buscadoras de familiares desaparecidos, así como defensoras y defensores de derechos humanos.

En este contexto, preocupa que la violencia se esté expandiendo aceleradamente hacia territorios donde la violencia parecía que se había superado, y que están registrando nuevos eventos que constituyen luces de alerta por un posible resurgimiento de confrontaciones entre grupos criminales.

En efecto, en la última semana se dieron a conocer en redes sociales, diversos videos en los que se observan enfrentamientos en las ciudades de Tepic y de Tuxtla Gutiérrez; así como ataques a un cuartel del Ejército en el estado de Michoacán; y la continuidad de la violencia en los estados de Guanajuato, Michoacán, Baja California, Jalisco, Estado de México; pero un acelerado incremento de la violencia homicida en los estados de Sonora y Zacatecas.

En lo que va del mes de julio de 2021, los datos diarios sobre víctimas de homicidio, emitidos por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, se tiene una cifra de 635 personas asesinadas, de las cuales, 68 casos fueron en Guanajuato, 61 en Michoacán, 52 en Baja California, 51 en Jalisco, 51 en Estado de México, 25 en Zacatecas y 23 en Sonora.

Estas condiciones, relativas a una violencia expansiva en el país, profundizan la preocupación por casos como el de las personas defensoras de derechos humanos, pero también periodistas, que viven la amenaza permanente del crimen organizado, pues en muchas ocasiones, su activismo precisamente se da en contra de la depredación que ejercen las bandas delincuenciales sobre los recursos disponibles en sus territorios.

Así ocurre en Chiapas y Guerrero, pero también en amplias zonas aguacateras o madereras de Michoacán, donde el cobro de piso, o incluso la confiscación de tierras, es la realidad que padecen los productores y ejidatarios, sin que haya autoridad que pueda garantizarles una vida en normalidad económica y social.

En Guanajuato, Jalisco, Estado de México, Baja California, igualmente la extorción, el cobro de piso, los secuestros, la amenazas y las agresiones, son una realidad que enfrentan todos los días personas del mundo empresarial, pequeños comerciantes establecidos, comerciantes en vía pública, transportistas, entre otras ramas de las principales actividades económicas de las ciudades.

No hay tranquilidad en el país; por ello es sintomático que haya cada vez más voces del mundo eclesial, que trabajan directamente con las comunidades en los territorios, que piden la intervención de las autoridades federales, estatales y municipales, no sólo para garantizar la seguridad y libertad de tránsito, sino también para evitar que, como en el reciente caso de Guerrero, haya una “expropiación” de los recursos de los municipios por parte de los grupos de la delincuencia organizada.

Por otro lado, la llegada de miles de nuevas autoridades elegidas en el pasado proceso electoral del 6 de junio, está provocando un reacomodo, no sólo de las fuerzas políticas en el territorio, sino nuevas disputas y nuevas lógicas de intervención de las bandas de criminales que hacen uso de una violencia cada vez más agresiva y cada vez más desafiante de la autoridad.

En medio de todo esto, la agenda de los derechos de los pueblos y comunidades indígenas se hace presente otra vez, porque la profundización de la pobreza y de las desigualdades, está generando nuevos desplazamientos y nuevas estrategias de supervivencia, ya sea en la movilidad de las personas, o bien, en un anclaje aún mayor a lo poco que se tiene en las localidades.

Regiones como la de los Altos de Chiapas; la de los Chimalapas; así como el conjunto de los territorios en que persisten más de 300 conflictos activos en el país -muchos de los cuales daten de hace décadas, e incluso siglos-, exigen de una atención mucho más decidida, con una presencia palpable del Estado, si es que quieren transformarse estructuralmente los rezagos históricos y las deudas ancestrales que se tienen con estos pueblos.

Debe considerarse además que estos conflictos son de muy diverso origen y tipología, pues abarcan conflictos agrarios, proyectos mineros, conflictos de tipo político-social; proyectos de infraestructura; problemas de acceso a programas y servicios gubernamentales, cuestiones de acceso a la justicia, entre otros, que obligan a un amplio despliegue de las capacidades del Estado para intervenir asertiva y eficazmente en su resolución.

En México siguen abiertas las heridas de Aguas Blancas, Acteal, San Fernando, Tlatlaya, Ayotzinapa, y muchas más que exigen, más allá de las disculpas que el Estado mexicano ya ha ofrecido por algunas de ellas, una intervención mucho más amplia e integral, sobre todo a fin de garantizar las cuestiones fundamentales; la reparación del daño, el acceso a la justicia y la garantía de la no repetición.

A méxico le urge reconciliarse, pero es preciso reconocer que además de la voluntad política que esto exige, los territorios de todo el país están ocupados por múltiples actores, grupos -legales e ilegales- comunidades, mercados, que convierten a cualquier intervención en una acción de alta complejidad.

Nuestros tiempos exigen miradas complejas, ampliadas de la realidad, empáticas con el dolor y la frustración que generan años de pobreza, desigualdades, discriminación y violencia. Miradas capaces de transformarse en una acción que convoque a la unidad, al aprovechamiento y potenciación de la fuerza social que está ahí, pero que hace falta reconducir para lograr ser el país de bienestar que tanto anhelamos.

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Investigador del PUED-UNAM

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