México dispone, por fortuna, con una arquitectura legal e institucional que nos permite, como nunca, tener acceso a la información pública, así como a estadísticas oficiales de calidad. De hecho, somos de los pocos países que tenemos, por ejemplo, una medición oficial de la pobreza; así como un catálogo nacional de indicadores de uso obligatorio en la generación de diagnósticos y en la planeación de la política pública.

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Una sociedad democrática y abierta se enriquece sin duda cuando los datos están disponibles para todas y todos; y en ese sentido, es relevante destacar que desde hace algunos años el país pudo superar el problema relativo a la desconfianza en torno a las metodologías de medición, pues hoy no puede cuestionarse con seriedad la solidez de los datos de, por ejemplo, el INEGI y el CONEVAL.

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Pese a lo anterior, nuestro país aún continúa sin lograr el tránsito hacia un debate público sustentado en evidencia, que salga de lo que puede denominarse como un “efecto anestésico”, producido fundamentalmente por la abundancia, oportunidad y celeridad de la generación de la información.

Lo peor que nos ha ocurrido, en esa lógica, es la “deshumanización de las cifras”; y esto es un problema serio de debate público porque de pronto, en un país que tiene tragedias de gran dimensión como el nuestro, se pierde la magnitud de las implicaciones que los datos que se dan a conocer tienen.

En los últimos días se ha dado a conocer que tenemos, por día, más de 200 personas fallecidas por COVID19; y ante la catástrofe que ocurrió en 2020 y 2021, ahora se maneja que esa cantidad de personas fallecidas “es baja”; como si la muerte prevenible y evitable pudiese tasarse en términos de “mucho o poco”. Para ponerlo en perspectiva, si en este año hubiese un promedio de 200 defunciones diarias por COVID19, la cifra anual sería de 73 mil.

Lo mismo ocurre con el tema de la violencia; por ejemplo, se presenta como un logro la reducción marginal en el número de homicidios que se registraron en 2021, respecto de lo que ocurrió igualmente en 2020 y 2019. Sin embargo, otra vez, para darle dimensión, hay que decir que la tasa mundial de homicidios es de alrededor de 6.5 casos por cada 100 mil habitantes; y que la cifra registrada en nuestro país en 2021 equivale a cerca de 28 por cada cien mil: una tasa más de cuatro veces el promedio mundial. Así, aun cuando se lograra reducir a la mitad el número de personas asesinadas anualmente en México, el problema seguiría siendo tremendamente grave, pues tendríamos una tasa de más del doble del promedio mundial.

Un dato, una cifra que no es interpretada en sus implicaciones éticas, es estéril en términos del debate público; porque entonces lo que importa es tener gráficos que muestren el cambio en los indicadores, aún cuando la realidad signifique un infierno para las personas que tienen que enfrentar todos los días la violencia de todo tipo y las carencias en prácticamente todos los ámbitos de su s existencias.

Las cifras son signos que nos alertan de lo que ocurre a nuestro alrededor; no son ni su espejo ni mucho menos, “sustituto de la realidad”. Entender que se trata de signos, obliga a su vez a interpretarlos; a revelar su significado y a asignarles el sentido que tienen en el seno de la vida social.

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La obsesión por los datos y su manejo “aséptico” nos anestesia ante la posibilidad de una crítica radical, e imposibilita llevar el debate al terreno de la ética; a la reflexión por el sentido de nuestras vidas y cómo, frente a éste, las autoridades del Estado están obligadas a responder con responsabilidad.

Urge, por ello, una revuelta contra los datos, en su expresión fría y “neutral”, y urge por ello convertirlos en parte esencial de la voz que es capaz de denunciar y visibilizar la tragedia.

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