por Laura Battistella / Traducción: Rosa María Fajardo

No soy una persona simpática y creo que nunca lo he sido. Es cuestión de inseguridad. Inadecuación. Llámenla como quieran.

¿Han alguna vez probado un transporte inmediato para las mariposas nocturnas? ¿El pez-piedra? ¿El insecto seco? Para sobrevivir se vuelven invisibles, insignificantes. O peor: inquietantes. De seguro ninguno los quisiera alrededor y esta es su salvación. El principio mimético vale también para mí.


El secreto del éxito tenía que estar realmente en otra parte.

Pero ¿cuál?

No soy una persona simpática y creo que nunca lo he sido. Es cuestión de inseguridad. Inadecuación. Llámenla como quieran.

¿Han alguna vez probado un transporte inmediato para las mariposas nocturnas? ¿El pez-piedra? ¿El insecto seco? Para sobrevivir se vuelven invisibles, insignificantes. O peor: inquietantes. De seguro ninguno los quisiera alrededor y esta es su salvación. El principio mimético vale también para mí.

Doy un ejemplo: cuando me meto delante en las cajas del supermercado comienzo de inmediato a fijar el vacío, de manera que nadie cruce mi mirada. ¿Por qué? Hay siempre alguien que bufa porque tiene prisa y mira alrededor exasperado cazando víctimas. Si por error cruzo aquella mirada implorante termino por ofrecerle mi lugar por un estupidísimo sentido de amabilidad y luego me quedo enfurecida todo el día por haberlo hecho.

En el momento de pagar es peor: supongamos que la cajera se entretenga a charlar con el señor que embolsa su despensa delante de mí, y yo con discreción le pida quizá en voz baja: ”─¿Perdone, me pasaría una bolsa?”. He ahí que cambia su expresión tirando una bolsa del rollo, sin pronunciar una sílaba. Si se la hubiera pedido perentoriamente de seguro se hubiera excusado ella.

Sin embargo, mi comportamiento no tiene sentido; en el Antiguo Testamento y en el Evangelio se lee: ”Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Y eso hago yo, amo a mi prójimo como a mí misma. Prácticamente cero.

Es el mismo motivo que me hace doblar el ángulo cuando intercepto de lejos a un conocido, para así no tener que responder al canónico: ”─¿Cómo estás?”.

¿Cómo estás? Según las directivas educativas de mi mamá debería responder “─¡Bien!”, pues a la gente no le importa un rábano cómo estoy yo, y la breve interjección me salvaría de la curiosidad de entrometidos y chismosos, que menos se interesan de mis cosas, mejor.

Según mi jefe, en cambio, es útil lloriquear, porque un bien fractal de modesta ambición no provoca el interés de adversarios, y sobre todo mantiene alejados a los simpatizantes de la repartición de las ganancias. Esa máxima que se ríe, ríe en compañía y se llora, llora solo. Queda la vieja duda sobre la fórmula para usar en los encuentros.

Expresar un sinónimo figurado de la vida como quisiéramos que fuera ─ebria y alternativa, que se identifica con la exclamación agarbadamente excesiva ”¡Muy bien!”─ sólo ¿limitarse al convencional ”está bien” como adverbio?

Para no hablar de cuando me toca saludar a personas que no me reconocen ya. ¿Habrá fingido no verme? ¿Habré envejecido cien años? Cuando me quedo con el brazo estirado ni siquiera me atrevo a dar una explicación: resbalar quita también de esta vergüenza. Es mejor no contar la gravedad negativa que me corre dentro. Siempre me he preguntado que hemos venido a hacer en este mundo y por qué a alguno le toca un triste pasaje fugaz y a otro una vida entera de comodidad y gloria, y he llegado a la desconcertante hipótesis que todo funciona sin un control explícito. 

Digamos la verdad, aunque los genetistas lo saben: cada uno tiene su confín; somos piezas movidas en una perspectiva determinista global y el patrimonio hereditario es la premisa para llegar a la excelencia o precipitar en el fracaso. Pero no es del todo refutado. Para hacerla breve, me suceden hechos que merecerían un análisis interpretativo.

El otro día, por ejemplo, siempre aquí en el supermercado, me apresuraba a hacerme sellar el ticket por la edecán en turno, una de esas muchachas de uniforme que son colocadas en los stands del pasillo principal cuando hay un concurso de premios (por lo general se ofrecen cajas de fruta o cosas similares), pero desde hace cuatro sábados consecutivos había una gran masa porque lo que estaba en juego era mucho más interesante. Se tenía que pasar con el ticket sellado bajo dispositivo definido Visual Merchandising (nada más que un tótem de cartón dotado de una terminal de juego) y el sistema habría generado un ganador al azar. 

En síntesis, en pocas palabras hubiera podido ganar un premio del valor de la despensa apenas hecha y convertirla en bonos para las próximas compras. Eso decía el folleto.

Golpe acertado. Estrategia de marketing acertada: de hecho, todos los carritos exhibían una sobreabundancia de mercancías exactamente como el mío (no vaya a ser que la suerte llegue mientras tienes en mano un ticket que certifica ”una lata de atún” o ”dos tallos de apio”).

El hecho es que por esa carga negativa, el señor delante de mí había sido presa de un ataque de galantería inoportuna y había pensado cederme su turno justo un momento antes de pasar bajo el portal. Una acción que me había desorientado totalmente.

No había ni considerado la idea de que pudiera pertenecer a mi categoría, aquella que cede el lugar sólo por sentimiento de inferioridad, quiero decir. La primera hipótesis que me giraba en la cabeza a velocidad fotónica había sido en cambio: ”─¿Crees que haya empleado toda la semana en estudiar la sucesión de los tickets?”, sabes, como en la lotería, cuando parte una musiquita cada cierto número de validaciones y te sale la jugada con la frase ¡FELICIDADES! ¡HAS GANADO CINCO EUROS!

Supón que haya entendido cómo funciona el sistema casual de extracción (que quizá no es tan casual) y ¿me esté robando la ocasión justo hoy, en el único momento en que alargo los cordones de las bolsas comprando lo absurdo con la intención de ganar un premio?

Mientras tanto la fila se alargaba y la multitud me apretaba con las pirámides desbordantes de los carritos: las mujeres pidiendo que se avanzara, los niños llorando porque querían bajar del carrito y subir al juego mecánico al fondo del corredor y los maridos que me miraban como diciendo ”─¡Pasa bajo este carajo de portal, que otro tonto dispuesto a cederte el lugar no lo encontrarás jamás!”. Pero ¿por qué debería haber cedido mi lugar justo en ese momento, con el riesgo de desperdiciar la ocasión que quizá la fortuna me estaba regalando por una vez, en cambio de la sonrisa amigable de aquel desconocido y de su gesticular pomposo? Ni que yo fuera la marquesa sentada en una carroza y él el chofer que abre la puerta: “─S’il vous plaît Madame…”.

La multitud presionaba, jadeaba, maldecía y habían pasado sólo pocos segundos. Y si en cambio ¿hubiera sido justo ese el momento perfecto? Yo que paso, el aparato que suena y zac, ¿le robo el premio al señor galante?¡Ya parece! No habríamos ganado ni el uno ni el otro, no había escuchado nunca sonar aquel artefacto desde que habían activado la promoción.

Impaciente, la edecán me había regalado una sonrisa de treinta y dos dientes: pase, anímese, pase.

Apretando el metro de papel térmico que era mi ticket saldado con tarjeta de débito me había metido bajo el patético arco de foquitos con todas las miradas encima. Empujé aquel carro-ganado que era mi carrito del sábado y atravesé el dispositivo, escéptica, como antes.

Las orejas habían casi activado falsos acúfenos en el fondo del tímpano en la insensata espera a que sucediera algo, pero no sucedía nada. ¿Qué esperaba? Solo la edecán estaba redimensionando su sonrisa esplendorosa, declinando en el ordinario: ”─Será para la próxima vez”. Y ahora me dirigía a fuerza en una carretera hecha de carritos, con tortuosas maniobras para esquivar a los niños, directo hacia el tapete móvil que me acompañaría abajo al estacionamiento.

¿Cuánto tiempo había transcurrido? Quizá apenas escasos segundos, justo el tiempo de incorporarme al flujo humano e insultar a mi habitual mala estrella.

Hasta que un zumbido inusual a mis espaldas, ligero mágico y danzante, para nada semejante al jingle de la caravana mecánica llena de niños gritones, sino más parecido a una cascada de estrellitas doradas, campanitas tintinantes o lluvia de confeti llamativo se elevaba sobre el vocerío y me helaba al instante.

¡No podía ser!

Volviéndome lentamente lo había entrevisto. He ahí, mi lacayo de antes entre las personas en temporáneo stand-by, con los niños también distraídos y curiosos por los aplausos y él ─brillante solitario bajo el arco de foquitos como una transfiguración enclavada en el ábside─ que me miraba con la sonrisa más desarmadora y alargaba los brazos entre apenado y divertido, levantando los hombros casi disculpándose amablemente.

De manera transversal el pueblo había escogido a Barrabás. No recuerdo haber correspondido a la sonrisa.

Retirándome con una cierta rigidez, volví a empujar el carrito como si fuera un Jadgpanzer sobre la banda metálica del tapete móvil, arañando con ambas manos gomosas el pasamano que me acompañaría abajo, al estacionamiento.

En el breve trayecto recorrido había considerado todo un teatro de manifestaciones indignas, dando libertad a mis instintos escondidos, esa parte menos fascinante de nosotros que termina como el polvo bajo el tapete. Partí de un imaginario recurso a los órganos de garantía ─sobre la base de que si un tramposo no es un ganador, es un pobre diablo─, hasta considerar la siembra casual de escorias nucleares sobre su cabeza: barras de combustible radioactivo agotadas con pérdida de Cesio 137, Estroncio y Cobalto 60. 

Crear fantasías vengativas era casi un reflejo involuntario, pero la realidad era otra. Él parecía el resultado del último manual sobre la ley de la atracción cósmica ”Pidan y les será concedido” y yo el producto de aquellas vidas estériles transcurridas a frotar manchas y raspar costras, que quedan al mirar la masa informe de la propia existencia, repitiéndose al infinito: ”No salió bien”.

El secreto del éxito tenía que estar realmente en otra parte. Pero ¿cuál?

El hecho es que en general se atrae lo que se piensa más, y yo, ¿en qué pensaba más? A la mala suerte, obvio.

Mi madre me decía siempre que los hechos vienen a nuestro encuentro por afinidad, el mismo esquema cósmico de los siervos y los amos. Por el resto ─a leer la Historia─ aquellos ”bellos, simpáticos e inteligentes” no tendrían tanto éxito y vida fácil si no existieran los feos, los antipáticos y los falsos. 

Es una lástima que el criterio de selección vaya con base en el factor Alfa y tres cuartos del mundo sean dotados de tanta paciencia y aguante, pero es la vida ─me consolaba─. Se debe intentar romper las costumbres o saber perder; mejor tomarla por el lado bueno, a fin de cuentas no me faltaba nada: ¿no tenía delante de mí un carrito lleno? ¿No tenía acaso un auto en el estacionamiento ─utilitario de 1999, de acuerdo, pero con servicio y funcionaba─ para usar a necesidad? Sin duda no había nada de qué lamentarse y, si era por esto, el mundo sigue adelante igualmente con o sin mi colaboración; podía dejar de divagar y poner los pies en la tierra y, casi para recordármelo, el tapete móvil me había apenas dejado en el piso de abajo con una sacudida de las ruedas.

A este punto me sentía lista para aceptar la suerte que el universo me había asignado, el coraje me pasaba y proseguía mi camino: si hubiera sido destinada al recinto del paria o a aquel de los caballeros del rey estaba claro que no lo habría decidido yo. Pero antes de atravesar la puerta eléctrica, el ojo se había alzado de nuevo otra vez a dar un vistazo a los tres pisos de galerías superiores donde se asomaba la cafetería, el restaurante hindú y la pizzería, y luego más abajo el centro estético, el estilista, el puesto de periódico y el centro de apuestas. Solo entonces, vislumbrando el grande trébol verde de cartón con la impresión de los ganadores recientes, mi cara había cambiado expresión y la boca se había abierto llevando la lengua instintivamente a la altura de los incisivos superiores –justo en la zona mediana del paladar duro– dejando libre de expandirse en las canalizaciones del centro comercial una fricativa que para ser articulada no necesitaba el cierre del canal vocal sino sólo su estrechamiento, tanto que el aire, pasando a través, lograba producir una especie de silbido chillante que ahora sentía salir fuerte, impelente y liberador.

”Jódete cabrón”.

Por Laura Battistella Traducción de Rosa María Fajardo @RosaMFajardoG *Publicado originalmente como “L’antipatica“, en Furori sembrava meglio. Edit Youcanprint en colaboración con le librerie fiduciarie italiane. Italia. Agosto, 2016. pp.7-19. Se publica con autorización de la autora.
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