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La austeridad y un Estado mínimo

En la década de los 80, en el siglo XX, el Fondo Monetario Internacional recomendaba a todos los países asumir políticas de austeridad y construir nuevos modelos de Estado mínimo, es decir, una estructura político-administrativa con amplias capacidades gerenciales, y con responsabilidades casi exclusivamente en el ámbito de la seguridad pública, las relaciones internacionales, la promoción del libre comercio y, en el mejor de los casos, de fomento económico.

Autor: Mario Luis Fuentes

Detrás de esas determinaciones había una racionalidad explícita. Equívoca y hasta injusta desde las perspectiva moral para un amplio sector del pensamiento crítico, pero a final de cuentas, una forma de pensamiento que planteaba abiertamente sus supuestos: “no hay sociedades, sino individuos; las personas son predominantemente entes económicos; el mercado es siempre eficiente y tiende al equilibrio; los privados hacen todo mejor que el sector público; los gobiernos tienden a la corrupción, y en sentido opuesto, los privados tienden a la eficiencia y la transparencia, entre otras ideas que en lo general, permitirían caracterizar lo que se ha denominado como el Neoliberalismo.

Lo paradójico para el caso mexicano, es que treinta años después, estamos presenciando, en los hechos, la aplicación más estricta de esos principios, bajo una retórica “anti-sistema” y que lanza todos los días proclamas en su contra.

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En el terreno de la estructura orgánica del Estado, esto está teniendo consecuencias importantes, sobre todo en lo que se refiere a la extinción de instrumentos como los Fideicomisos públicos; o la desaparición de organismos públicos desconcentrados y descentralizados.

Ante ello, la pregunta que debe plantearse con seriedad es ¿Cuál es la racionalidad desde la que se están tomando estas decisiones?, pues pareciera que no hay comprensión de la complejidad del Estado y sus responsabilidades Hasta ahora, la tesis central del gobierno sostiene que se debe a una cuestión de combate a la corrupción, reduciendo los retos de la construcción y ejercicio del gobierno, a lo que parece un asunto de pesos y centavos.

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Así, la ciudadanía hoy no conoce el diagnóstico, la fundamentación teórica y de política pública, con base en las cuales se han tomado las determinaciones de cómo y cuándo desaparecer a una institución.

Debe decirse que hay organismos que venían operando con restricciones presupuestales cada vez mayores, que los llevaban al incumplimiento de sus tareas; y que lo que se requería no era su desaparición, sino su reforma para potenciarlos y dotarlos de nuevas capacidades.

La racionalidad de contar con organismos públicos descentralizados, al menos en el caso mexicano, obedecía no sólo a una cuestión de racionalidad administrativa, sino también de jerarquías, prioridades y capacidades para articular, ordenar y dirigir la acción de la República en distintas materias.

Desde esta perspectiva, el Ejecutivo Federal está en falta, porque le debe a la ciudadanía una explicación político-administrativa respecto de sus decisiones; porque esto tiene que ver, no con la popularidad presidencial o con la simpatía con su proyecto personal; sino con las capacidades del Estado para cumplir con los mandatos constitucionales a los que está indeclinablemente obligado.

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La creencia de que eliminar dependencias hace por sí solo “más barato” al gobierno, más eficiente, más honesto y más cercano al pueblo, constituye una afirmación que debe discutirse con seriedad y con la mirada puesta en cada uno de los mandatos explícitos e implícitos de la Constitución y sus leyes.

Lo más preocupante en este escenario es que tampoco se conoce un proyecto integral de reorganización de la administración pública; y aunque hay quienes sostienen que el papel del actual jefe del Estado es derruir todo lo que estaba mal, y quien le suceda en el cargo habrá de reconstruir, hay que decir también de forma figurada, que la demolición de edificios se lleva a cabo con el mayor cuidado posible; porque podría ocurrir que la destrucción de lo que existe, entierre la posibilidad de construir los cimientos de lo que podría haber surgido en su lugar.

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