El presidente de la República planteó recientemente que iniciará un proceso de depuración de la burocracia. Buscará que en el aparato público del Estado laboren sólo personas comprometidos con lo que él denomina como la cuarta transformación de la República.
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Lo anterior es problemático en al menos dos sentidos. El primero, en el nivel constitucional y legal, pues si el criterio de selección de las y los trabajadores del Estado es su afiliación o preferencia política, se estarían violando al menos tres artículos de la Constitución: el primero, relativo a la no discriminación, el artículo 5º, relativo a la libertad para el ejercicio de las profesiones, y el artículo 6º, en lo relativo a la libertad de expresión, pero también de pensamiento.
Desde esta perspectiva, si en realidad hubiese un proceso de “purga” en función de la militancia política en la administración pública federal, podríamos entrar a una severa parálisis administrativa, dado que se acentuaría la realidad de un vaciamiento del gobierno, de personal con años de experiencia y conocimiento técnico y de los procedimientos gubernamentales para enfrentar los retos del país.
El otro sentido problemático de la intención expresada por el presidente, se encuentra en la visión patrimonialista del poder implícita en el planteamiento. Es cierto que el actual grupo gobernante llegó con plena legitimidad democrática al mando, pero eso no puede significar, ni teórica, ni jurídicamente hablando, que sean propietarios del aparato de la administración del Estado.
Una idea como esa, omite pensar que la administración pública federal es una estructura de alta complejidad, y que en diversos sectores exige de personas altamente especializadas en sus materias. Y desde esta óptica, da igual si militan en el partido del presidente, en otro, o definitivamente no tienen ninguna preferencia partidista definida. Lo relevante en esas áreas es que sean personas auténticamente expertas y con un compromiso ciudadano más allá de la preferencia política y permitan resolver los problemas a que se enfrenta a diario la administración.
Si algo le fue criticado a las administraciones priistas y panistas, es que fueron incapaces de construir un sistema civil de carrera que le diera a la administración del Estado la capacidad de diseñar un sistema integral de planeación y de política pública, capaz de darle sentido y orientación al mandato constitucional de garantizar los derechos humanos, tal como se deriva de los artículos 25 y 26 de la Constitución; todo ello bajo procesos de simulación y en no pocos, hasta de corrupción.
En la lógica estrictamente política lo que el Presidente busca es concentrar todo el poder posible en torno a su persona, y apropiarse personalmente de todas las capacidades de decisión que considera necesarias para concretar lo que él considera la transformación del país.
Sin embargo, lo que el presidente omite es el reconocimiento de que México es mucho más que liberales y conservadores; que la pluralidad de visiones políticas y sociales es mayúscula y que no todas, sin por ello perder legitimidad, tienen por qué coincidir en visión y método con la suya.
El presidente podría, por el contrario, convocar a un diálogo sereno a todas esas visiones; escuchar más allá de la perspicacia y desconfianza que siempre deja ver, y con base en un ejercicio de diálogo democrático, que sería inédito en nuestro país. De esta forma, si lo que pretende el presidente es una homogeneidad monolítica en términos de visión de país, de legitimidad democrática y de estrategia de gobierno, podría llevarlo a la parálisis, y eso es lo que menos le conviene a México.
Una “depuración burocrática” como la planteada nos puede llevar a un escenario de mayor polarización social y política del país, pues un gobierno sólo de “leales” o personas de convicción y militancia partidista acreditada puede llevarnos a nuevas y más peligrosas disputas, con los gobiernos estatales y municipales, por ejemplo, pero también con todos aquellos espacios de representación y autoridad del Estado, como lo son el Congreso y el Poder Judicial; perdiendo también la capacidad de llevar a cabo reflexiones críticas hacia adentro del propio gobierno, con lo que es quizá más riesgoso aún: la imposición del pensamiento único como criterio rector del gobierno.
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