“La celda en la ciudad” es un cuento breve de Geney Beltrán Félix, que forma parte del libro Perdonados por quién, publicado por la editorial Cuadrivio, en 2017. Esta narración, construida con base en un audaz uso de un español coloquial, casi callejero, le permite al lector adentrarse al complejo mundo de la ciudades mexicanas contemporáneas, Ciudad de México, León, Tijuana, Ciudad Juárez, Toluca, Guadalajara, cualquiera de ellas podría ser el escenario para el desarrollo de esta trama.
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“El contador”, el personaje central de la obra, y de quien nunca sabemos el nombre, vive su último espasmo de existencia a través de una escena terrorífica continua, en cuyo desarrollo la tensión y el pánico crecen, porque todo es una pesadilla que se sueña en ninguna parte y desde la cual vislumbra su trágico desenlace, y las trágicas consecuencias que para los suyos trae este destino.
El cuento se desarrolla con una estructura compleja, articulada a partir de un narrador omnisciente, que en este caso, guía al atribulado contador hacia su propio final. Pero, ha de decirse, que este final es uno posterior a la muerte apenas perfilada en los desencuentros y angustias de un mundo ajeno al suyo; a su realidad conocida, y luego confirmada en las últimas líneas de la narración; en las que llega, por decirlo de alguna manera, un segundo fin, éste sí definitivo.
Uno de los elementos a destacarse en esta narración es la ubicación del personaje y la historia en un mundo sin tiempo: no se sabe cuándo inicia la historia, ni se nos dice en qué año fue, pero es tal el anclaje en el contexto social contemporáneo de las ciudades mexicanas, que no hay duda de que se trata de un presente continuo, en el que la ciudad se asoma por todos lados putrefacta y sombría.
La trama, debe decirse, narra la historia de una persona, contador de profesión, quien aparentemente se dirige a su trabajo, uno que ha tenido durante los últimos 15 años. Sin embargo, al llegar a la que ha sido su oficina por tres lustros, nada de lo que conoce sigue ahí: los muebles, los anuncios, y sobre todo, las personas que conocía, no están más ahí. Abandona desolado el edificio, se pregunta cómo pudo equivocarse, decide regresar a su casa, aborda un taxi, pero al llegar a su casa, el edificio es otro al que conoce, el contexto es otro.
Pretende ahora pagar el servicio del taxi que tomó de la que no es más su oficina, y se da cuenta de que el dinero de que dispone no es dinero; el taxista le amenaza y lo baja. El contador camina, y en esto el autor sorprende gratamente una vez más, porque el desencuentro que el personaje tiene con el mundo se expresa en la incomprensión de los signos que le rodean.
Nos dice el cuento: “Los trazos son serpentinos, las formas de las letras o los números parecen provenir de una cultura alienada… él camina pasos lentos y es empujado varias veces mientras escucha palabras y gritos en un código gutural que ni de lejos comprende…” (Beltrán, Félix, 2017, p. 14).
En una primera aproximación, este cuento parece una narración de ficción; “una buena historia”; sin embargo, una lectura atenta, una escucha crítica del texto, revela que en sus breves páginas, se sintetiza la calamidad del mundo; el terror que vive a diario una sociedad urbana mexicana asolada por la violencia, en la que el dinero manda y determina la acción de los criminales.
Los asesinos a sueldo literalmente caminan entre el resto de la gente; los secuestradores vigilan y miran a diario a su siguiente víctima; porque hay miles, quizá decenas de miles de contadores por quienes sus familias, en la mayoría de los casos, podrán pagar el rescate; y de quienes no, la muerte y el terror del silencio; el ahogo de los signos que le dan sentido a sus vidas, puede ser sentencia definitiva, sin más.
El terror comienza justo en ese instante: en el que se da cuenta de que las estructuras-mundo que conoce están ahí, dispuestas: hay casas, hay edificios, hay oficinas, hay avenidas y coches y gente; pero no hay lenguaje que comprenda; su desprendimiento del mundo es realmente ese, el estar despojado de la posibilidad de una voz articulada, no sólo para comprender a los otros, sino ante todo, a ser escuchado y recibir, al menos, un poco de ayuda.
A lo lejos, nos revela el narrador, observa a lo que parece ser su hijo Iván, limpiando parabrisas de un auto porque Ingrid, su esposa, su viuda, no tuvo para pagar el rescate del secuestro. A partir de ahí comienza a desmoronarse todo. El puente por el que camina termina en ningún lado; el contador regresa el camino, y el puente, que tenía un inicio, ahora no es sino una reja que le atrapa. Ahora sólo le queda el grito y nuevamente la imagen lejana de su hijo desamparado.
En esta imagen, debe decirse, parecen asomarse ecos de Paul Auster en El país de las últimas cosas. Ahí, en ese país, que puede ser cualquiera de los que conocemos, todo tiende al caos, todo está desapareciendo todo el tiempo, y lo único que mantiene algo de la estructura del mundo es la voz del narrador y su incesante búsqueda: el único refugio es el lenguaje fantástico de los deseos.
Dice allí Auster: “Pero la gente es insaciable; el hambre es una maldición que acecha cada día y el estómago es un abismo sin fondo, un agujero tan grande como el mundo…” (Auster, 2012, p. 15).
El terrible caos general termina por derribar el mundo, y acrecentar el abismo sin fondo, de hambre, pero también de la soledad y del desamparo.
Concluye la narración de manera inevitablemente siniestra, tanto como la realidad que retrata, reconstruye y recrea, como se recrea la escena del crimen: “Al amanecer es ya solo un cadáver, contraído el rostro en una mueca de fijos gestos asustados. A su lado pasa, sin mirarlo, Iván con un trapo y una cubeta en la mano izquierda. Cruza el puente peatonal rumbo al siguiente semáforo”.
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Geney Beltrán Félix nació en 1974 en el estado de Durango, México. Ha escrito varias novelas, ha sido becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y es parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Entre los títulos de su pluma se encuentran: Cualquier cadáver, Cartas ajenas y el libro de cuentos Habla de los que sabes.
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