Nuestra Constitución Política constituye el eje fundamental de nuestro sistema democrático. En ella se establecen cuestiones fundamentales, como los valores que dan origen a nuestro régimen de gobierno, así como los mandatos vinculados a los derechos humanos reconocidos en el propio texto constitucional, como en los tratados internacionales ratificados por el Estado
A 102 años de haber sido promulgada nuestra Carta Magna, nuestro país enfrenta el reto histórico de renovar el pacto social y trazar una decidida ruta de reformas con el objetivo central de construir realmente un México de derechos humanos, plenas libertades y bienestar generalizado.
Pero, al mismo tiempo, la actual administración se enfrenta al enorme desafío de pacificar y reconciliar al país que en términos de políticas y programas de gobierno, implica un conjunto de decisiones político-administrativas de enorme complejidad. Frente a ello, el presidente Andrés Manuel López Obrador ofreció gobernar con base en la Constitución Política, pero apegándose a una «constitución moral».
Así lo estableció en su Plan Nacional de Paz y Seguridad en el que colocó a la “regeneración moral” como el «medio y propósito de la Cuarta Transformación» por medio de una “Constitución Moral” que tiene como objetivo «ofrecer lineamientos de convivencia entre individuos y deberes para con la colectividad».
Frente a esta propuesta, y pese a que también se ha señalado que este documento no es una constitución jurídica, resulta imperante que nos cuestionemos si el planteamiento es compatible con los principios de nuestra democracia constitucional así como los del Estado laico.
Al respecto, el constitucionalista Miguel Carbonell ha señalado que el Estado Constitucional de Derecho no es neutral axiológicamente; es decir, defiende valores, por lo que si desde el ejercicio del poder se retoma el discurso de los valores, éstos no pueden ser otros que los de los derechos humanos, las libertades públicas y la democracia deliberativa.
De este modo, lo que el nuevo gobierno debe hacer es poner en marcha un proceso de verdadera democratización de las instituciones, para robustecer su legitimidad. Esta consolidación democrática requiere también flexibilizar los procesos de toma de decisiones, y garantizar que en el ejercicio del gobierno, la participación ciudadana sea un elemento central.
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