La protesta se extiende y se ejerce en diferentes regiones. La convulsión es un estruendoso llamado a la conciencia de las clases privilegiadas.
La señal que esto envía es en cierto sentido alentadora, pues muestra que el malestar social expresa la radical necesidad de cambio. Y que la desigualdad y la pobreza no son destinos manifiestos para los miles de millones que las padecen en todo el mundo.
En América Latina, la protesta ha salido a las calles por distintos motivos: en México, hace unos meses, ante las infames condiciones de violencia machista y misógina que persisten en el país. En Chile, el detonante fue el incremento en el costo del transporte colectivo. Aunque en el fondo, se explica, las causas profundas son la desigualdad y la marginación en que viven miles de jóvenes.
En Haití, quizá el país más pobre de nuestra región, las protestas también son masivas. Una vez más han colocado a esa nación antillana en una situación que puede convocar los peores fantasmas de siempre: enfermedades infecciosas, más pobreza, más enfermedad y más muerte.
En Hong Kong, en España y en otros países, las calles se han convertido en el territorio del descontento. Cuestionan no solo las condiciones sociales y económicas, sino, en este caso, incluso la legitimidad de sus regímenes y estructuras de gobierno. Hay discursos denuncian la opresión histórica, pero también otros que convocan a peligrosos nacionalismos y discursos identitarios.
Desde el 2008 la economía mundial no ha logrado recuperarse y las tasas de crecimiento muestran un estancamiento secular. Este estancamiento permite que en algunas regiones se tengan indicadores positivos, para luego de cortos periodos caer nuevamente hacia una tendencia de crecimiento mediocre. Peor aún, hacia una oprobiosa concentración de la riqueza, gracias a la cual hay unos cuantos súper millonarios que concentran más del 50% de la riqueza planetaria.
Los conflictos regionales no disminuyen y el crimen organizado transnacional se ha convertido en una auténtica amenaza a los Estados democráticamente electos. Ha minado a las instituciones y sembrado el terror entre las poblaciones donde se ha enquistado. Las mantiene entre la angustia y la fría y espantosa realidad de la extorsión o la muerte.
La convulsión social es un síntoma de la crisis de un curso de desarrollo que no atina a garantizar una adecuada gobernanza de la globalización. Una globalización que, posicionada desde la década de los 80 como tendencia dominante, hoy le ha abierto la puerta a los peores discursos y tentaciones de poder.
Por ello, lo que debe comprenderse es que modificar el modelo de desarrollo requiere de más democracia e instituciones. El reto se encuentra en cómo construirlas, porque de otro modo seguirán proliferando la violencia y los discursos de odio.
El caso norteamericano nos enseña que la historia no es lineal y que las regresiones son posibles. El hecho de que el presidente Donald Trump haya sido acusado formalmente, y que su destitución se haya convertido en una probabilidad palpable, es muestra del debate planetario sobre qué tipo de capitalismo y qué clase de democracia se impondrán como dominantes. ¿El que apela al nacionalismo y a los discursos patrioteros, a la xenofobia, al racismo y la exclusión de los más pobres? ¿O aquel que apuesta por un mercado planetario, que no ha logrado ofrecer no sólo libre circulación de mercancías, sino sobre todo, bienestar generalizado para la población mundial, garantizando la viabilidad ecológica?
La migración, la violencia en todas sus formas, la pobreza, el hambre, la obesidad como el mal del siglo a nivel planetario. La extinción masiva de especies provocadas por la actividad humana, las nuevas epidemias y los brotes de enfermedades casi extintas. Todos estos son los signos que habrán de determinar a nuestros días y que habrán de marcar el juicio que habrá de hacerse sobre nuestras generaciones.
La convulsión planetaria es un estruendoso llamado a la conciencia política y moral de las clases privilegiadas. De las y los dirigentes políticos nacionales y globales, las universidades como instituciones de saber y pensamiento crítico y de todos aquellos que pueden contribuir a un diálogo público y a la exigencia de un cambio radical en torno a las lógicas de acumulación y despojo que se han impuesto en todas partes.
Y todo ello, porque la convulsión y la crisis no pueden convertirse ni en normalidad ni destino para nadie.
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Este artículo se reproduce con autorización expresa del autor y es publicado originalmente en Excélsior: https://www.excelsior.com.mx/opinion/mario-luis-fuentes/la-convulsion-y-la-crisis/1344397
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