México atraviesa por una severa crisis de la justicia desde hace ya varias décadas. El problema, sin embargo, se ha enfocado predominantemente a dos de sus elementos integrantes: la garantía de la seguridad pública y el tema de las policías; y en el ámbito de la procuración de justicia, desde una cada vez más preocupante perspectiva de populismo punitivo, heredero de las versiones más radicales de la idea del Estado de naturaleza de Thomas Hobbes, en las que se afirma que no somos sino una colectividad donde el hombre es el lobo del hombre.
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Sin embargo, en este debate, se había pospuesto una adecuada reforma al Poder Judicial de la Federación; y se está dejando una vez más pospuesta también la urgente reforma al sistema penitenciario nacional, el cual sigue funcionando, sobre todo en los ámbitos locales, como un espacio soterrado y oscuro del Estado mexicano, diseñado, como diría Foucault, desde la perspectiva disciplinaria y el principio básico de vigilar y castigar.
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La justicia no ha logrado consolidarse como un bien social en el país; por el contrario, si algo caracteriza a la relación entre la ciudadanía y sus instituciones de seguridad pública, procuración e impartición de justicia, es la desconfianza, la percepción de que son instituciones incapaces de cumplir con sus tareas; y por su fuera poco, caracterizadas por la corrupción.
En efecto, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción de la Seguridad Pública (ENVIPE, 2020), del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), únicamente el 33.9% de la población dice “confiar mucho en la Guardia Nacional”; el 15.6% confía en la “Policía Federal” -hoy ya inexistente-; el 13.5% lo hace respecto de la Fiscalía General de la República (FGR); el 11.3% “confía mucho en los jueces”; el 10.5% lo hace en los Ministerios Públicos y Fiscalías Estatales; el 11.2% respecto de la Policía Ministerial o Judicial; el 6.7% respecto de las policías municipales y únicamente el 5.9% dice confiar mucho en las policías de tránsito.
En el 2019, de acuerdo con el INEGI, se tiene registro de 22.39 millones de personas mayores de 18 años que fueron víctimas de algún delito, esto es, uno de cada cuatro en ese grupo de edad en el país; a pesar de lo anterior, sólo el 11.9% del total de los delitos reportados fueron denunciados ante una autoridad.
El resultado no es sorprendente: tenemos un país de impunidad marcado por la corrupción; pues, en efecto, el 87.6% de la población considera que la corrupción en las policías es frecuente o muy frecuente; 85.2% lo cree de los partidos políticos; 76.8% lo percibe así respecto de los ministerios públicos; 76.6% ve igual a las Cámaras de Diputados y Senadores; el 75.2% lo piensa de los gobiernos estatales; el 72.3% de los municipales; y el 69.9% de los jueces y magistrados.
Frente a lo anterior, lo que debe comprenderse es que la crisis de la justicia y de los derechos humanos que se le asocia, es en esencia, la crisis de la política; de la incapacidad de construir un régimen auténticamente democrático, en el que el Estado social de derecho sea la norma; y donde el bienestar generalizado sea uso y costumbre.
El gran filósofo John Rawls, en su revisión sobre su concepto y propuesta del Liberalismo político, asume que la condición para que se pueda consolidar un régimen democrático de libertades, es dar por hecho que su precondición es el pluralismo político. De esta forma, lo que puede desplegarse es la razón pública, es decir, el conjunto de razonamientos que hacen tres esferas fundamentalísimas del poder: 1) La Suprema Corte de Justicia, a través de sus sentencias e interpretación del orden jurídico; 2) el funcionariado público, particularmente los discursos y posiciones que emiten el Ejecutivo y las y los legisladores; y 3) las candidatas y candidatos a cargos de elección popular.
Esto es lo que justamente se encuentra en juego y disputa en México; pero el problema es que estamos en un escenario en el que, al contrario de lo que establece Rawls como condición democrática, a saber, el pluralismo político, el titular del Ejecutivo en México lo rechaza por principio, mediante una retórica que busca reducir el espectro político, arrogándose la postura progresista y liberal, y enmarcando a todo aquel que no piensa en sus mismas coordenadas, en el “ala conservadora”, frente a la cual todos sus recursos retóricos la señalan como moralmente dañina.
Desde la perspectiva de Rawls, el juego político sólo funciona cuando desde el Estado y sus instituciones dejan de defenderse lo que él denomina como “posiciones comprehensivas”, es decir, estructuras discursivas que defienden visiones particulares de la realidad, pues desde el Estado, lo que obliga es el cumplimiento de la Constitución y su orden jurídico. Desde esta perspectiva, la responsabilidad de las autoridades estatales es garantizar que el resto de las visiones ideológicas o políticas, disputen de manera ordenada y racional el acceso al poder.
Lo preocupante en México es, desde esta perspectiva, la nueva ofensiva que se ha lanzado para tratar de colonizar al Poder Judicial desde el Ejecutivo y el Legislativo; y si esto llegase a concretarse, lo que estaría comprometido es precisamente el desarrollo del juego político desde la lógica del liberalismo político.
La primacía de un poder sobre los demás implica la negación de la razón pública; de la deliberación y el debate en un marco de instituciones estatales que están obligadas a asumir una especie de “neutralidad” ideológica, pues su razón de ser no es la disputa de los cargos públicos, sino la concreción del mandato constitucional vía el diseño y operación de las políticas públicas.
Un país con una Suprema Corte atrapada o colonizada por los otros agentes de la razón pública es uno que puede ir rápidamente a la deriva; más aún en las condiciones de violencia y fractura del Estado de derecho; en el que el crimen organizado es una auténtica amenaza a la legitimidad democrática; y donde no hay garantía de justicia, reparación del daño y garantía de no repetición para las víctimas.
Hay quienes afirman que estamos en un escenario donde hay una auténtica batalla por la historia; y tienen razón; pero esa batalla no está en el ámbito de los libros de texto, de las redes sociales o de los medios de comunicación; el auténtico embate y combate se juega en el ámbito de la pervivencia de las instituciones democráticas y la posibilidad de que prevalezca una lúcida razón pública. Lo demás tiene una deriva autoritaria que no es en absoluto deseable para México.
Investigador del PUED-UNAM
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