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La crisis hídrica (5ª parte)

La oportunidad de debatir y mejorar las políticas

Si algo positivo, por así decirlo, pueden dejar los actuales episodios de la crisis hídrica en diversas regiones y ciudades de México, es la mayor conciencia y convicción de que debemos adoptar y aplicar mejores políticas para cubrir las necesidades de dotación de agua limpia y constante a toda la población y para el abasto que requieren los sistemas productivos y todos los usos.

Escrito por:  Enrique Provencio D.

Nada nos asegura, sin embargo, que nos tomemos en serio los riesgos cada vez mayores que seguiremos enfrentando, tanto por el hecho de que la población y la economía seguirán creciendo y demandando más agua, si no se mejora drásticamente la eficiencia en su utilización, como por las amenazas ya en curso del cambio climático, que contribuirán a reducir aun mas la disponibilidad las próximas décadas. Ya en otros momentos de las décadas recientes tuvimos llamadas de atención como las de ahora, pero pronto regresamos a la vieja normalidad de postergar decisiones urgentes y de despreciar las visiones de largo plazo.

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Desatada una crisis de abastecimiento, las prioridades inmediatas se enfocan necesariamente a reestablecer el servicio, sobre todo por las implicaciones humanitarias que suponen los cortes del agua potable. Junto con la atención a la emergencia se impone introducir correcciones que faciliten los cambios de mayor ambición, partiendo de la nueva sensibilidad social que dejan las crisis. La urgencia y la visión de largo alcance no tienen que disociarse.

Se dice en ocasiones que no hemos tenido planteamientos de largo alcance para la gestión hídrica. No es así: experiencias como las del Programa Nacional Hidráulico de 1975, que cubría un horizonte de 25 años, o la Agenda del Agua 2030, que se aprobó en 2011, o el Plan Hídrico Nuevo León 2050, entre otros ejercicios de planeación, muestran los esfuerzos por mirar lejos y cambiar las políticas en consecuencia.

También es cierto que sobre los esfuerzos prospectivos se ha impuesto el cortoplacismo, o se han abandonado o pospuesto los proyectos diseñados pensando en el futuro. Para los fines de la política hídrica seis años es el corto plazo, pero nuestros programas tienen ese lapso, en el mejor de los casos. Sin embargo, ese no es el mayor de nuestros problemas: la insuficiencia de inversiones, los deficientes arreglos institucionales entre órdenes de gobierno, la debilidad estructural de la mayoría de los organismos locales operadores, la escasa profesionalización del servicio público en la materia, la resistencia -a veces inducida o promovida- a pagar lo justo por el agua, la falta de reconocimiento de que es indispensable cuidar el agua desde la propia conservación de los ecosistemas, entre otros, son dificultades bien identificadas pero que siguen sin atenderse, aunque se conozca su gravedad.

Hay al menos tres grandes cambios de enfoque que se han asentado en lo que va del siglo: el primero es el derecho humano al agua como el gran orientador de la política en este aspecto; el segundo es que la gestión debe hacerse de forma integrada con la protección de los ecosistemas, y el tercer es la adaptación hídrica ante el cambio climático. De un modo u otro los tres aspectos están presentes en las estrategias actuales. De hecho, al menos en los últimos 15 años, se puede decir que los programas hídricos han tenido objetivos y estrategias muy similares, aunque han disminuido mucho los recursos financieros y las capacidades institucionales para aplicarlas. Los énfasis discursivos o hasta retóricos cambian, por supuesto, pero no los sustantivo de las políticas.

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El actual Programa Nacional Hídrico (2019-2024) incorporó los propósitos de garantizar el derecho al agua, utilizarla de forma eficiente, reducir la vulnerabilidad ante sequias e inundaciones, preservar el ciclo del agua y los servicios ambientales hidrológicos, y mejorar las condiciones de gobernanza del agua.  Hay 20 estrategias para concretar esos cinco objetivos, aunque con una ejecución muy desalineada y rezagada por la insuficiencia de los recursos presupuestales y de capacidades de aplicación, pero también por el abandono de instrumentos. Por ejemplo, no se sostiene el fin declarado de preservar los servicios ambientales cuando en los hechos se extinguió el principal fondo para el pago por ellos, con el fin de liberar recursos para otros programas, como el de Sembrando Vida.

Uno de los cambios que más urge es hacerse cargo de que para cumplir el derecho al agua se requiere revisar prioridades y dedicar fondos para atender a la población que sigue sin tener agua potable suficiente, constante, salubre, aceptable y asequible. No se logrará de la noche a la mañana, pero el principio de progresividad supone que se debe hacer el máximo esfuerzo posible para conseguirlo, y que con ese criterio deben formularse los presupuestos.

El esfuerzo será muy diferenciado entre estados, regiones y localidades, y para realizarlo se requiere un esquema más eficiente de coordinación con los municipios y los estados, con mejores organismos operadores. Esto no supone que se despoje a los municipios de su facultad constitucional de hacerse cargo del agua potable, drenaje, alcantarillado, tratamiento y disposición de sus aguas residuales, sino de realizarla de manera más eficiente en coordinación con los estados y con más apoyos bien aplicados del Gobierno Federal, y con organismos compartidos que funcionen.

Hay muchas otras urgencias de políticas del agua, que presentan la oportunidad de debatirse de manera bien informada, tanto en los ámbitos de gestión de los ecosistemas, de la economía y las tarifas de los organismos operadores, de los métodos y las tecnologías para el uso agrícola e industrial, de la adopción de nuevas tecnologías de potabilización, de tratamiento, reúso y reciclaje, de solución al desperdicio por fugas, de reducción de los altos consumos en algunos segmentos sociales y sectores territoriales, entre tantas más. Que la atención de la crisis del agua redunde en un mejoramiento de las políticas hídricas.

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