La invasión de Rusia a Ucrania está modificando aceleradamente las coordenadas de la política y lo económico a nivel internacional, complejizando no sólo las relaciones y estrategias que habrán de seguirse por las naciones de mayor poderío y su influencia en distintas regiones, sino también los debates que al interior de cada uno de los países respecto del curso de desarrollo que han seguido y el régimen político que han elegido para sí mismas.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
En ese sentido, hay quienes argumentan que uno de puntos de origen del conflicto que se está viviendo en Europa, es el descuido que se ha tenido con la democracia; haciendo un recuento que muestra cómo aquel continente dio por sentado que los regímenes democráticos y garantes de libertades y derechos humanos, una vez instalados, perdurarían por sí solos.
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La realidad nos está mostrando todo lo contrario: la democracia es un régimen de gobierno siempre sujeto a amenazas y a pulsiones autoritarias, y por ello, es insustituible la creación de modelos de desarrollo que permiten tanto libertades políticas y civiles, como condiciones materiales de bienestar que garanticen la dignidad humana.
Hacia finales del siglo XX, el mundo vivió una crisis de lo que en su momento se denominó como “el pensamiento único”, desde el cuál se pretendía reducir a la democracia al modelo de la democracia liberal, siempre de la mano del sistema capitalista en su versión de híper concentración y especulación financiera, como características dominantes a nivel internacional.
Se pugnó igualmente por otras formas: Giddens plantearía una “tercera vía”; y las Naciones Unidas harían suyo el concepto del “desarrollo humano”, sustentado fundamentalmente en las teorías liberales de Rawls en lo político y de Amartya Sen en lo económico.
Lo que ha ocurrido a escala planetaria es inquietante: llegamos a una crisis climática sin precedentes; el hambre persiste como un escándalo mundial; la violencia está muy lejos de ser erradicada; mientras que las desigualdades se han profundizado de manera insostenible, lo cual se ha reflejado de manera dramática, por citar sólo el ejemplo más reciente, en las tendencias de enfermedad y muerte provocadas por la pandemia.
En este escenario, el mensaje para México es potente: el bajo crecimiento y el extravío del curso de desarrollo, si bien tienen una expresión esencialmente económica, responden también de manera importante a la crisis de la política. Pues si habíamos comenzado a construir una incipiente democracia, ésta no ha logrado consolidarse como un régimen que responda al mandato constitucional de construir un sistema de vida sustentado en los mejores valores cívicos (entendidos en un sentido amplio); y que permita el mejoramiento de las condiciones materiales de la población.
Mientras que hace unas semanas el Ejecutivo Federal planteaba que en 2022 México crecería un 5% respecto del valor del PIB registrado en 2021; las expectativas registradas por Banco de México y por las agencias de análisis económico, oscilan entre el 2.1% y el 1.6%.
Lo anterior implica que no tendremos recursos suficientes para atender lo más elemental: salud, educación, alimentación, mejoramiento de vivienda; pero, sobre todo, continuará el dislocamiento del curso de desarrollo que arrastramos desde hace más de tres décadas, así como de las capacidades estructurales para propiciar lógicas virtuosas de crecimiento con justicia y equidad en su distribución.
De esta forma, debemos ser capaces de regresar al debate de la economía política y preguntarnos, otra vez, con mucha seriedad, cuáles son los pactos político-jurídicos fundamentales expresados en el orden jurídico, y que se traducen en las estructuras institucionales y su desempeño.
Debemos ser capaces ya no sólo de denunciar la crisis de representatividad de los partidos políticos; sino de exigir a sus dirigencias una profunda reforma interna que los democratice, con el ánimo de que nos ofrezcan candidaturas serias y con auténtica vocación y capacidad de servicio público; y compromiso, a prueba de todo, con la población.
Nuestro país no podrá crecer con el rimo necesario para resolver los ingentes rezagos sociales que tenemos, si no hay una profunda reforma fiscal; si no hay una revisión estructural que nos lleve a un federalismo renovado y con ello, a la generación de nuevas capacidades para responder a las características sociodemográficas y territoriales del siglo XXI; y también, si no hay una profunda reforma de corte social, que permita construir los dos sistemas que nos hacen falta con tremenda urgencia: un amplio sistema de seguridad social; y un amplio sistema de cuidados.
Repensar nuestra democracia implica también romper el pacto patriarcal, que permite la reproducción de la política tal y como la conocemos; así como la perspectiva adulto-céntrica, que sigue siendo predominante en todos los niveles y órdenes del gobierno y los espacios de representación popular, y que nos ha llevado a ser un país impresentable, en lo que a los indicadores de bienestar de la niñez se refiere.
México requiere modificar la estructura orgánica del gobierno y democratizar al Poder Ejecutivo; pero no sólo a nivel federal, sino sobre todo en los estados y municipios; pues si bien en el discurso todas y todos los políticos se presentan comprometidos con la democracia, en los hechos prevalecen los cacicazgos, las camarillas y los grupos de interés.
Como se observa, lo que México requiere con urgencia es revisar el conjunto de pactos sociales que nos dan sentido como nación; y que nos pueden llevar a una renovada acción colectivamente consensada, para redefinir el rumbo y para replantear las estrategias y prioridades del desarrollo.
De esta forma, como se observa, la cuestión no se encuentra sólo en diseñar e implementar una política económica racional, austera, etc.; antes bien, se trata de redefinir y reconstruir los pactos políticos y sociales que nos definen como nación, y que sólo mediante ellos podemos aspirar a una realidad distinta.
Sin partidos políticos sólidos, representantes de agendas y causas ciudadanas que den una interpretación amplia a la Constitución y sus mandatos, el discurso político seguirá atrapado en frivolidades y en la búsqueda de acreditar quién es el más corrupto, a fin de provocarle el rechazo del electorado.
Nos urge construir un país de auténticas ciudadanas y ciudadanos, y no sólo de votantes; de partidos políticos que debatan sobre prioridades, principios y valores, y no sobre de qué tamaño es la tajada del presupuesto con que pueden quedarse; y, sobre todo; un país de instituciones capaz de resistir, pero también de poner diques a los autoritarismos de todo signo, porque la ruta trazada por ellos, es a todas luces intransitable.
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