Todo titular del Poder Ejecutivo Federal tiene la responsabilidad de jurar, al momento de asumir el mandato popular, cumplir y hacer cumplir la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.
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Uno de esos mandatos fundamentales, se encuentra en la responsabilidad de garantizar la seguridad e integridad de las personas, preservar en la medida de lo posible su vida, evitando su pérdida prematura y violenta; pero también la seguridad y la paz al interior del territorio nacional, y su defensa ante posibles amenazas extranjeras.
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Po ello resulta de la mayor relevancia el conjunto de decisiones que el Ejecutivo Federal ha tomado en los últimos tres años, modificando radicalmente las tareas y actividades que desarrollan nuestras Fuerzas Armadas, a las que se les han encomendado, ya no solo tareas de seguridad pública y de corte policial, sino otras de carácter eminentemente civil.
En la tradición presidencialista mexicana, en democracia, todos los titulares del Ejecutivo han intentado dejar su “marca personal”, incorporando al texto constitucional todo aquello que consideran que debe prevalecer como parte del proyecto nacional. Por ello también, cuando se ha pretendido confrontar visiones o posiciones específicas del pasado, se ha modificado a la Constitución eliminando o reformando radicalmente amplios contenidos de la Carta Magna.
Desde esta perspectiva, el presidente López Obrador ha dado un paso adicional, pues no sólo ha avanzado en diversas reformas constitucionales, sino que también, mediante decisiones ejecutivas relativas al Ejército, Fuerza Aérea y Marina Armada de México, ha detonado transformaciones que, desde la perspectiva de expertas y expertos, desnaturaliza su función e incluso desvirtúa el mandato y orden constitucional.
Es importante subrayar entonces que, en la medida en que el presidente ha avanzado en su mandato, pareciera que ha ido adquiriendo un talante cada vez más militarista: ha determinado que el Ejército sea la base de la Guardia Nacional; y que, a su vez, ésta se responsabilice en los hechos, de las principales decisiones en materia de política migratoria.
Más aún, ha responsabilizado al Ejército de la construcción de las principales obras de infraestructura, pero no sólo eso, ha determinado que, al finalizar su construcción, habrán de administrar también tanto al Aeropuerto Felipe Ángeles como al Tren Maya. Y junto con estas decisiones, ha determinado que la Marina Armada de México tome el control administrativo y logístico de los puertos y aduanas marítimas.
Se trata de decisiones inéditas no sólo en México, sino en la tradición democrática moderna; pues en el fondo, el argumento que públicamente ha esgrimido el Presidente es que, ya bajo su mando y control, los cuerpos castrenses no permitirán que, concluido su mandato, en algún momento esas actividades regresen a manos de autoridades civiles, bajo el supuesto de que, de hacerlo, regresaría la corrupción.
Esta noción responde a la visión patrimonialista que el Ejecutivo tiene del poder. Cree firmemente que los recursos del Estado “son de su proyecto” y que el mandato popular que le fue dado en las urnas en 2018, se traduce necesariamente en una especie de “autorización popular” para hacer con los recursos públicos todo aquello que él considera que es necesario para su proyecto, pues cree igualmente que es el proyecto de todo el pueblo y de todos aquellos “bien nacidos” en el territorio nacional.
Hay un error conceptual grave detrás de esos supuestos, que revelan una riesgosa veta autoritaria en las decisiones presidenciales: creer que la lealtad de las Fuerzas Armadas del Estado nacional mexicano es relativa a la persona que ocupa la titularidad del Ejecutivo, y no, como sí es el mandato constitucional, a la institución presidencial.
Preocupa que, detrás de la narrativa presidencial, se encuentra una velada amenaza que bien podría resumirse en la siguiente frase: “le entregaré lo más valioso de la nación a quien tiene armas para defenderlo; y quiero ver que quien gobierne después de mí, se atreva a quitárselos”.
Las armas de que dispone el Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina Armada de México, tampoco les pertenecen en sentido estricto. Le corresponden a la nación y ésta se las entrega para que cumplan con el mandato supremo de defenderla, en el marco de lo que la Constitución y las leyes mandatan.
Hay otra idea que resulta cuando menos equívoca en la noción del Ejecutivo; y es que, por definición y naturaleza, considera como prácticamente imposible que haya corrupción en las instituciones castrenses de México. Pero la historia muestra que ninguna institución está nunca enteramente a salvo de este tipo de prácticas.
Así ha ocurrido en otros países con mucho mayor solidez democrático-institucional que la nuestra, como en el escándalo del tráfico de drogas, al menos tolerado por algunos oficiales del más alto rango del Ejército de los Estados Unidos de América, durante la guerra de Vietnam, utilizando, por cierto, como medio de traslado a los ataúdes de los soldados caídos en combate.
El presidente igualmente supone que el Estado, por definición, es más eficiente y capaz que los mercados privados. Un dogma igual de insostenible que el de su contrario neoliberal, el cual busca una retirada casi total del Estado de los asuntos de la economía.
Desnaturalizar a una institución castrense, en un contexto como el nuestro, en el que la amenaza permanente del crimen organizado es una realidad creciente; en un contexto de déficit de estatalidad, que tiene sustento en las decisiones mayoritarias de una “ciudadanía blanda”, no parecer ser la mejor idea para llevar a nuestro país hacia una democracia más robusta. Más aún, cuando el presidente ha sido abiertamente explícito en su idea de que la teoría y tradición de los “derechos humanos” forman parte de modas pasajeras, y no son sino fruto de lo que él denomina como “neoliberalismo”.
Transformar a instituciones que tienen su origen en la defensa armada del país y su soberanía, en administradoras de empresas públicas, puertos y aeropuertos, es una decesión coyuntural que debe tener una ruta clara de salida en clave democrática y siempre pensando en la preservación del orden constitucional, y no en el cumplimiento o articulación de un proyecto que cada vez se antoja más lejano de concretarse en los próximos 34 meses que le quedan en sentido estricto a la administración.
En ese sentido, es importante decir que el presidente de la República debe reconocer que, quien le sustituya en el cargo podrá, con igual legitimidad democrática que la suya, decidir, en tanto comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, cuáles son las tareas que les asigna, y en esa medida, ratificar, revertir o modificar las instrucciones que hoy están vigentes.
México cuenta con sus fuerzas armadas para garantizar su seguridad; y hoy las requiere más que nunca en su mejor forma y con sus mayores capacidades para hacer frente a la amenaza que constituye la monstruosa estructura, recursos y capacidad de que se han hecho los grupos delincuenciales en los últimos años.
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Frase clave: La democracia y las fuerzas armadas