En este nuevo artículo, el Dr. Mario Luis Fuentes analiza cuál es la dimensión social de la recesión económica por la que atraviesa el país.
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La ortodoxia neoliberal de la década de los años 80 decidió que, frente a la crisis económica, lo imperativo era la contención del gasto: la austeridad como dogma de gobiernos mínimos, y el control férreo de la deuda, aún cuando esto significara el empobrecimiento masivo de las poblaciones: el sacrificio de los de hoy permitirá el bienestar de los del mañana, se decía.
Pero el sacrificio se ha prolongado por más de tres décadas y hoy el dogma se repite una vez más, pero esta vez revestido de un discurso que apela a la superioridad moral como guía de la toma de decisiones: hay que recortar el presupuesto y hay que evitar a toda costa el endeudamiento, aunque esto signifique mutilar la capacidad de la inversión productiva del Estado, y la caída permanente del PIB.
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Los datos disponibles muestran que, en la presente administración, ni se ha gastado más, ni se ha ampliado el número de familias que reciben ingresos a través de los programas públicos; y que, por el contrario, los apoyos se han concentrado en menos hogares, y con una menor cobertura.
Lo mismo muestran los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía: la cobertura en salud se redujo, el rezago educativo creció, la cobertura en educación se contrajo, el desabasto de medicamentos crece, el precio de las gasolinas se ha incrementado, y los precios de los alimentos se han disparado.
Los problemas estructurales de la economía siguen ahí y hoy enfrentamos a unos de sus peores fantasmas, el de la recesión con inflación; pues los indicadores del INEGI muestran que de los nueve trimestres que van de la presente administración, solo en el primero de 2009 se tuvo crecimiento del PIB, equivalente a 1.4%; en el resto, en siete el crecimiento ha sido negativo, y en uno de ellos el crecimiento fue de 0%. De hecho, comparando 2020 frente a 2019, de las 32 entidades federativas, en 31 de ellas tuvieron un importante decrecimiento económico.
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Todo lo anterior implica que el hambre crece; que el número de quienes no pueden atender sus enfermedades o paliar el dolor se multiplica; implica que el dinero no alcanza para enviar a las hijas e hijos a la escuela; que los recursos no alcanzan para potencias las universidades públicas que tenemos y para construir otras más de la misma calidad; significa que el dinero no alcanza para dotar de agua a quienes no la tienen; y que se deja en el olvido a los millones de mujeres que se ahogan en el humo de las cocinas de leña.
La recesión implica dolor social. Y eso es lo que no se quiere discutir con la seriedad y urgencia requeridas. Porque no se quiere alterar el equilibrio económico a favor de los más ricos, vía la negación de una reforma fiscal integral; y porque se privilegia la lógica electoral al negarse a impulsar una reforma hacendaria que distribuya con un mayor sentido estratégico los recursos. Porque se prefiere el control total del poder, antes que democratizar a las instituciones para garantizar una noción del desarrollo que responda apropiadamente al pluralismo político y a la inmensa diversidad territorial y ecológica del país.
Es cierto que los indicadores de la economía ortodoxa no alcanzan para medir al desarrollo; pero en lugar de buscar ideológicamente una medición de “la felicidad”, México debería asumir con seriedad un compromiso para conocer y reconocer que el dolor está presente en todos los intersticios de la vida social; y que deberíamos visibilizar cuanta tristeza inunda a las familias mexicanas, porque no es ético pretender destacar la felicidad de unos, cuando la desesperanza es el destino inevitable de los muchos.
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México necesita avanzar hacia una nueva forma de reconciliación; necesita auténticamente una conducción política que llame a un diálogo fructífero desde el cual afrontar con realismo los hechos: nuestro país enfrenta el periodo recesivo más prolongado de los últimos 25 años, en medio de una violencia atroz y de una crisis ecológica sin precedentes.
Ya no hay tiempo -nunca lo hubo- para los más pobres. El hambre les corroe la existencia, y la imposibilidad de sortear la enfermedad y la muerte evitable, que a diario están segando terriblemente a millones de hogares.
Investigador del PUED-UNAM
Frase clave: La dimensión social de la recesión
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