Todos partimos de una posición existencial específica, esto es, de una situación personal o autográfica concreta, que es la que no podemos evitar y que determina —querámoslo o no— nuestro acercamiento al problema, cualquiera que sea. En otras palabras, por más que Alain Badiou diga enfáticamente que la filosofía “nunca es una interpretación de la existencia” (Manifiesto 142), no podemos proceder a su afirmación o negación más que existencialmente.
Por Alberto Moreiras
A mí me interesa existencialmente, más que autodeterminarme como filósofo, antifilósofo, infrafilósofo, o simplemente aficionado a todo ello, pensar el inmenso problema de la relación entre pensamiento y política. Modestamente, quiero presentar algunas reflexiones, en el marco del tratamiento del tema antifilosófico por Alain Badiou, a propósito del heideggerianismo y de la deconstrucción, de la teoría de la hegemonía en Ernesto Laclau y de la noción de política en el mismo Alain Badiou.[i]
Me interesa reivindicar la antifilosofía contra, por un lado, todo intento de refundación metafísica y, por otro, contra su disolución en una pretendida praxis política entendida como única posibilidad de pensamiento (que viene a ser la posición dominante hoy, aunque no reconocida como tal).
Tanto Badiou como Laclau insisten en las nuevas condiciones que el llamado “capitalismo globalizado” impone para un pensamiento político de izquierdas.[ii] Badiou insiste en que solo una idea comunista, o neocomunista, que pueda desatar una militancia fiel y eterna, tendrá suficiente fuerza como para permitir una oposición al capitalismo capaz de convertirlo en historia, mientras que para Laclau la teoría de la hegemonía se confunde con la posibilidad política misma y, así para él, no hay más opción que la de buscar alianzas equivalenciales necesariamente contingentes y temporalmente finitas entre segmentos sociales que puedan construir formaciones de poder anticapitalista[iii].
Determinar cuál sea en todo ello el papel de una infrafilosofía existencial, pensable en el legado posfenomenológico, me parece cada vez más urgente —pongamos que ni el comunismo advendrá ni tendremos interés alguno en nuevas formaciones hegemónicas a menos que tanto comunismo como hegemonía traigan consigo nuevos modos de entender la relación con la existencia, lo cual también incluye la relación con la política[iv].
Uno de los problemas más obvios en la historia reciente de la izquierda mundial es que, a su carencia real de programa tanto político como económico, hay que añadirle un carisma un tanto miserable, y esta es una carencia que la política por sí misma es incapaz de resolver.
Si la filosofía, en su encarnación metafísica, ha tenido cierta y poderosa hegemonía en Occidente durante milenios, nos incumbe radicalmente examinar hoy cuál es el estatuto de tal hegemonía—y concretamente el problema de si se tratará ya de una hegemonía muerta, una hegemonía sólo para zombies, y capaz de arrastrar consigo, hacia la muerte, a toda política desapercibida. En ese espacio o en esa tesitura nace o vive la antifilosofía.
En la primera de sus contribuciones a la conversación en la llamada Conferencia de Heidelberg de 1988, convocada para discutir las revelaciones en el libro de Víctor Farías Heidegger y el nazismo, Derrida va al grano. No se centra en lo fácilmente criticable, que es el neoliberalismo incipiente en la Europa de 1988, sino más bien en la socialdemocracia que era todavía central en los estados del occidente europeo y también para la construcción retórica de la Unión Europea. Dice Derrida: hay “un discurso social-democrático cuyos valores referenciales son los derechos del hombre, la democracia, la libertad del sujeto. Pero este es un discurso que es consciente de que permanece filosóficamente muy frágil, y que su fuerza de consenso en el discurso político oficial, o en otros lugares, descansa en axiomas filosóficos tradicionales que son . . . en cualquier caso incapaces de lidiar con aquello que se les opone” (Derrida, en Conférence 64).
Esas palabras de Derrida han acumulado relevancia en los últimos años y ya no nos va a servir invocar las certezas de un retorno a los fundamentos del discurso democrático tal como fueron producidas por la Ilustración europea y norteamericana. No se trata ya de que no exista la posibilidad de tal retorno porque el pensamiento que va de Nietzsche en adelante, poco tolerante de las piedades meramente ilustradas o liberales, apenas puede ningunearse ni barrerse debajo de la alfombra. Se trata sobre todo de que, para mejor o para peor, el legado de la Ilustración no ha dejado de fallarnos durante buena medida de los últimos doscientos cincuenta años, que ya son muchos años. Sí, desde luego, las posiciones heideggerianas resultan amenazantes para los piadosos que no dejan de confiar en la autoridad de la razón liberal.
Pero creo que todos esos bien pensantes, a buen recaudo en su opinión del riesgo fascista y de la equivocación garrafal, los únicos responsables en el corral, contra la irresponsabilidad infinita de todos aquellos a los que Lukács denunciaba como bandidos contra la razón, va siendo hora de que empiecen a preguntarse si su cacareada responsabilidad no encubre una dosis excesiva de auto-engaño. Para Derrida, en sus palabras de 1988, la responsabilidad política del presente no puede evitar las preguntas que plantea Heidegger; dice que, de hecho, no hay responsabilidad política real hoy sin una apertura real a los peligros del discurso heideggeriano. Cito: “confiar en las categorías tradicionales de responsabilidad me parecería, hoy, precisamente, irresponsable” (68).
Así, el concepto kantiano, cuya premisa es una ley moral cuya adopción garantizaría la libertad humana y, por lo tanto, una noción sustantiva del sujeto de la política, a pesar de que fue plenamente integrado (por el discurso filosófico) a la axiomática de la democracia, no pudo prevenir Auschwitz ni ninguno de los horrores del imperialismo europeo de los siglos XIX y XX, para no hablar de los horrores del capitalismo globalizado actual. No ha evitado tampoco la potencialmente terminal devastación de la tierra bajo regímenes liberal-democráticos plenamente compatibles, si no directamente cómplices, con el imperio del capital. Así que es hora ya de desconfiar de la axiomática liberal-democrática.
El legado filosófico, en la medida en que ha quedado integrado a tal axiomática, produjo una noción voluntarista e intencionalista de responsabilidad individual y ninguna otra cosa, y es fácil ver incluso en procesos políticos muy recientes, en España y en otros lugares, cómo esa noción de responsabilidad individual ya ha dejado de tener capacidad de movilización política. Tal legado puede ser abandonado sólo mediante un desplazamiento de la noción de responsabilidad, dice Derrida, que dejará de ser una respuesta del hombre a sí mismo, basada en la ley moral en su corazón, “hacia algo otro, hacia la cuestión del ser, y es atravesándola, sin parar prematuramente como hizo Heidegger, que se puede redefinir la responsabilidad” (112). Todos esos que dicen que los que hoy siguen en las nubes pensando la cuestión del ser son lunáticos parecen olvidar que la alternativa que ellos escogen podría estar hundida en la repetición ineficiente de parámetros ya abandonados por la historia misma. Para Derrida la cuestión del ser, tal como fue planteada por Heideggger, debe ser asumida y atravesada.
En la medida en que tal cuestión del ser afirma abiertamente la necesidad de un “comienzo otro” para el pensamiento, al que volveré a referirme en un minuto, y en la medida en que ese “comienzo otro” es también o primariamente otro respecto de la filosofía, es decir, del pensamiento filosófico tal como lo conocemos, puede también decirse que esa es la antifilosofía heideggeriana, o su principio, o incluso quizá sólo su demanda, y que es esta última la que configura un aspecto tan esencial e irrenunciable del legado del pensamiento occidental que solo puede abandonarse al precio de una regresión que ya no podemos permitirnos ni para jugar con ella.[v]
Para Derrida con todo ello “volvemos a la cuestión de la pregunta” (112). Durante muchos años, dice, que nunca ha dejado, por otra parte, de insistir en los errores y riesgos de Heidegger y de todo heideggerianismo. Heidegger pensó que el preguntar incondicional, como piedad del pensamiento, era el pensar en su punto de dignidad más alto. Pero Heidegger cambió de parecer, o elaboró su reflexión, en años tardíos, aunque desde elementos ya presentes en su pensamiento, a partir del reconocimiento de que preguntar sólo podía entenderse siempre de antemano como respuesta: “preguntar es ya un escuchar—al otro.
Yo no tengo la iniciativa, ni siquiera de la pregunta, ni siquiera en esta piedad del pensamiento que es la pregunta” (124). Hay una aquiescencia al otro que destruye siempre de antemano la soberanía del sujeto de la modernidad, que por lo tanto no es ya el sujeto de responsabilidad. “El momento de la Zusage,” dice Derrida, va más allá del momento de Ser y tiempo y los años subsiguientes, en los que el Dasein era ya imputable y precisaba responder, por supuesto. Pero Zusage dice más: se hace preciso determinar “a qué y a quién respondo.” Y es ahí que las cosas se hacen políticamente urgente (125).[vi]
La determinación excede los parámetros kantianos circunscritos a la ley moral y apunta hacia un nuevo modelo de responsabilidad, la que nace entre la Zusage, que es aquiescencia en general, y la demanda jurídico-política que sigue, que es ineluctable e indecidible, y que no puede ser asumida de antemano, o de una vez para siempre (126). Lo que demanda en la Zusage excede al “prójimo” o al vecino de la tradición cristiana y al ente de la metafísica.
La respuesta aquiescente del ex-istente debe ser en cada caso una respuesta a otro y a lo otro y esa respuesta debe ser consistente con la demanda que pide aquiescencia: debe corresponder a ella. Dice Derrida que abrirse a esa correspondencia, atravesar eso que en ella es ineluctable, atravesar la indecidibilidad: ese es el lugar de la decisión política sin la cual no habría responsabilidad real. Nada se da de antemano. Sólo hay, en cada caso, una “prueba aterradora” (126). Tal “prueba aterradora”, ¿no abre el camino antifilosófico del comienzo otro, contra las estructuras y las piedades de la subjetividad política moderna tal como la hemos entendido? ¿Y no es esta demanda de un pensamiento otro, por difícil que sea, condición misma de un cambio en el carisma político?
No es fácil saber si este cambio está también prometido o implícito en el pensamiento de Alain Badiou. Quizás sea todavía demasiado pronto para apreciar hasta qué punto el pensamiento de Badiou excede las determinaciones de una compleja filosofía de la subjetividad, por lo tanto demasiado pronto para apreciar si es cierto, como él pretende, que su proyecto de trabajo es una continuación de la tradición metafísica, aunque se trate en todo caso de una muy peculiar continuación, en la medida en que es más particularmente una “metafísica sin metafísica,” como dirá en La inmanencia de las verdades apropiándose de una frase del heterónimo de Fernando Pessoa Alberto Caeiro, poeta de la “edad de los poetas” y antifilósofo él mismo. Y, justamente, es esa “metafísica sin metafísica” la que complica infinitamente la aparente oposición entre filosofía y fin de la filosofía, que es también la oposición entre metafísica y pensamiento, y que es también llamada, en otra de sus formas, oposición entre antifilosofía y filosofía.
Esta última, lejos de haber entrado con Marx, Nietzsche y Husserl en su “estadio final” en el cual, por lo pronto para Martin Heidegger, sólo serían posibles “renacimientos epigonales y variaciones de tales renacimientos” (Heidegger, “End of Philosophy” 57), podría para Badiou todavía ofrecer nuevas y múltiples figuras de lo pensable no tanto suplementarias como alternativas a las que ofrece la tradición de la modernidad, que puede cifrarse, más allá del establecimiento de su suelo subjetivo en Descartes, en la serie que va de Leibniz a Nietzsche: “el fundamento fundamenta como causación óntica de lo real, como posibilitamiento trascendental de la objetividad del objeto, como mediación dialéctica del movimiento del Espíritu Absoluto, o del proceso histórico de producción, o como la voluntad de poder que postula valores” (Heidegger, “End” 56).
Mientras tanto, sin embargo, y hasta que sea ocasión de decidir, podemos aceptar la fascinación innegable que ofrece la temática de la antifilosofía que Badiou desarrolla desde los años ochenta del siglo pasado pero que encuentra su primera culminación aparente en la primera mitad de la década de los noventa, en los seminarios dedicados respectivamente a Nietzsche, Wittgenstein, Lacan y Pablo de Tarso. La segunda culminación aparente de esta temática antifilosófica puede darse en el tercer volumen de su trilogía central, llamado La inmanencia de las verdades, pero llegar a ello requiere de un trabajo previo.
Derrida dice, en Heidegger y la pregunta, que desde el punto de vista de la crítica radical de la subjetividad moderna que inicia Ser y tiempo, y que no es por supuesto ninguna crítica puntual de la subjetividad, sino la perspectiva fundamental en la obra de Heidegger, ya no son posibles demandas liberatorias ni revolucionarias, pues, para Derrida, ese tipo de demandas es consustancial a la subjetividad moderna. Si algo ha dejado de ser el Dasein en cuanto ex-sistente es animal político —pues no hay en él posibilidad de subjetivación en la causa política propiamente dicha.
La conclusión derridiana es sorprendente: en primer lugar, la retórica política del Heidegger de los años 30 sería burdamente inconsistente, hasta el absurdo, con Ser y tiempo porque, en segundo lugar, “la única opción [en el terreno político] es la opción entre contaminaciones aterradoras… Incluso si todas las formas de complicidad no fueran equivalentes, serían irreducibles. La cuestión de saber cuál sea la menos grave de esas formas de complicidad está siempre ahí” (Derrida, Of Spirit 40). Así que lo único posible, para el ex-sistente, y esa es también su responsabilidad política y su obligación en cada caso, es buscar una política de la menor violencia. Nunca puede ser cuestión de terminar con la violencia, la violencia es también irreducible, se trata sólo en cada caso de elegir aquello que acarreará menos violencia. Para Derrida esto es así—este es el límite de toda acción política para el ex-sistente—porque no es posible exceder la metafísica, el pensamiento caído en la inautenticidad, no es posible políticamente exceder la facticidad arrojada en la que el Dasein vive en general.
Hay una correspondencia precisa entre el estado de caída determinado por la facticidad existencial y la imposibilidad en política de cualquier cosa que no sea la opción por la violencia menor en cada caso. En la medida en que la metafísica vuelva, y vuelva absolutamente, esto es, en la medida en que no haya posible salida de la metafísica, sino sólo su repetición perpetua, en esa precisa medida no hay salida política de carácter liberatorio o revolucionario—o más bien, puede haber pretensión revolucionaria, puede haber pretensión liberatoria, pero no realidad, y en algunos casos esas pretensiones incurren en el problema de la violencia mayor y no responden a la necesidad fundamental de atenerse al mal menor. Para decirlo en términos de Badiou, desde Heidegger, siempre según Derrida, toda subjetivación política en la época de la consumación de la metafísica es siempre de antemano falsa subjetivación, subjetivación caída, y apertura al desastre oscuro. Pero las cosas no necesariamente terminan ahí.
Heidegger postula, sin embargo, como posibilidad lejana y ardua, pero como la tarea más propia para el pensar en nuestro tiempo, su llamado “otro comienzo.” En Contribuciones a la filosofía, por ejemplo, Heidegger pasa de un diagnóstico del presente de 1936-38, que es que “todo está estrictamente delimitado por la planificación y el control y en la exactitud de un curso de acción y de una dominación ‘sin resto.’ Los no-seres, disfrazados de seres, quedan convocados por la maquinación al reino de los seres, y la desolación humana, ineluctablemente obligada, encuentra su compensación en la vivencia” (Heidegger, Contributions 322), es decir, que dice que sólo hay ya para el humano maquinación y vivencia, técnica y consumo, y que ese es el fondo de la vida en la época de la técnica (que es también la época del capital, aunque como sabemos Heidegger no usa ese vocabulario—piensa que la técnica subsume el capitalismo), pasa de todo ello a teorizar o imaginar una época nueva bajo la égida, es verdad, del llamado “último dios,” excepto que este dios no es ya el dios de la ontoteología: “el último dios no es el fin; el último dios es el otro comienzo de las posibilidades inmedibles de nuestra historia. En razón de este comienzo, la historia previa debe no simplemente cesar sino ser traída a su final. La transfiguración de sus posiciones básicas esenciales tiene que ser llevada, por nosotros, en la transición y en la preparación” (326).
Creo que puede defenderse que el seminario sobre Heidegger que Badiou ofrece a sus estudiantes en 1986-87, fechas que coinciden con la escritura final de Ser y acontecimiento, está en el origen de la indagación antifilosófica de Badiou. Su interés por la antifilosofía tiene mucho o todo que ver con la demanda heideggeriana a propósito del fin de la metafísica y el comienzo de un modo alternativo de pensar que, si fuera a darse, se daría ni más ni menos que como una transformación del pensar, es decir, como algo otro que lo que la historia de Occidente ha llamado metafísica, cuya historia coincide con la historia de la filosofía. “La filosofía es metafísica,” dice Heidegger (“End” 55). Lo cual parece implicar que el llamado “fin” de la metafísica sería también el fin de la filosofía.
¿Qué vendría después en el terreno del pensamiento, en la medida dudosa en que fuera a haber pensamiento como algo otro que servicio de los bienes, para usar la expresión lacaniana, que es lo que ocupa fundamentalmente a las ciencias contemporáneas bajo la égida cibernética, esto es, bajo dominación calculativo-representacional? Badiou reconoce, en la conversación con Jean-Claude Milner que concluye su seminario de 1994-95 sobre Lacan, que el tema de si hay o no pensamiento es controvertido, y le dice a Milner: “tomas posición afirmando que hay pensamiento, por lo menos en el trabajo de Lacan—y esa es una perspectiva a contracorriente de la perspectiva dominante, que es que no hay pensamiento” (Badiou, Lacan 217). Pero ¿hay pensamiento, hay política, hay amor o arte hoy? ¿Hay verdad científica más allá de la tecnologización lógico-matematizada del complejo produccionista que es el aspecto dominante del discurso capitalista? Contra toda apariencia, Badiou está lejos de tener una postura dogmática sobre estas cuestiones, sobre las que no ha dejado de meditar. Un ejemplo entre otros de la generosidad de Badiou en este terreno, en la medida en que parece comprometer lo que es por otro lado ostensible en su pensamiento, está dado en la octava sesión del seminario sobre Lacan. Allí Badiou dice: “la tesis final de Lacan es que, en relación con lo real, no hay política . . . No hay política excepto la política cuyo agujero es taponado por la filosofía. Yo diría —esto no es algo que Lacan haya dicho— que lo que él pensó fundamentalmente es que no hay política en absoluto; que sólo hay filosofía política” (184).
Parecería que Badiou está alineando a Lacan con la posición heideggeriana, desde la cita que había comentado anteriormente en el seminario de la introducción a la edición alemana de los Escritos de Lacan, donde Lacan dice: “Para mi ‘amigo’ Heidegger… considerar la idea de que la metafísica nunca ha sido nada y puede sólo continuar taponando el agujero de la política” (ver Badiou, Lacan 35). Ni metafísica ni política para Lacan, en la medida en que esta última se hace sólo presente como agujero, como para cierto Heidegger, cuyo compromiso nazi habría sido ya antipolítico (y también inconsistente con Ser y tiempo), y esa es la antifilosofía. Pero no conviene engañarse y reducir la complejidad del asunto y pensar que la posición antifilosófica sería sin más la posición que dice que no hay política, que sólo hay filosofía política, y que la filosofía política es también lo suficientemente inservible en la medida en que sólo sirve para taponar el agujero de la política.
Podemos dar un ejemplo alternativo a propósito de la radicalización antifilosófica de la política que no es cualquier ejemplo. Se trata de las últimas palabras del libro de Ernesto Laclau Emancipation(s), donde, desde una perspectiva que el mismo Laclau reconoce como en última instancia heideggeriana, aunque en última instancia eso sea al menos controvertible, leemos: “El discurso metafísico de Occidente está llegando a su fin, y la filosofía en su ocaso ha desempeñado, a través de los grandes nombres del siglo, un último servicio para nosotros: la deconstrucción de su propio terreno y la creación de las condiciones de su propia imposibilidad.
Pensemos, por ejemplo, en los indecidibles de Derrida. Una vez que la indecidibilidad ha llegado al fundamento, una vez que la organización de cierto campo viene a ser gobernada por una decisión hegemónica —hegemónica porque no está objetivamente determinada, puesto que decisiones diferentes también eran posibles— el reino de la filosofía viene a su final y el reino de la política comienza.” (123)
No hay política, según Lacan, sólo hay una inservible y caduca filosofía política que tapa agujeros sin más, o bien no hay filosofía, según Laclau, y lo que hay es una heroica política hegemónica que llevará a nuestro tiempo “a sus más radicales y exhilarantes posibilidades” (Laclau, Emancipation(s) 123). Ambas posiciones son ejemplo de antifilosofía, por más que sean parcialmente contrarias —su único acuerdo, que es precisamente lo que Badiou no comparte, es que no haya ya filosofía, que no haya ya metafísica. Ahora bien, para Badiou, no cabría entender las palabras de Laclau excepto como desastre oscuro, y volveré a ello.
Badiou no cree en el fin de la filosofía, no cree por lo tanto en el fin de la metafísica, toma una posición quizás no tanto anti-heideggeriana sino alternativa a la posición heideggeriana –Heidegger es el gran antagonista de Badiou–, pero busca sin embargo indagar en el problema abierto por la posición de Heidegger respecto de la historicidad contemporánea, y esa indagación es su extraordinario esfuerzo analítico por establecer una historia de la antifilosofía, en la que Heidegger quedaría subsumido. Obviamente entendemos, y Badiou no deja de repetirlo, que Nietzsche y Wittgenstein, Lacan y Pablo no constituyen exhaustivamente el panteón antifilosófico, sino que Heráclito sería ya el antifilósofo de Parménides igual que Pascal sería el antifilósofo de Descartes, Rousseau el antifilósofo del racionalismo ilustrado, y Kierkegaard el antifilósofo de Hegel. Hay muchos antifilósofos, dice Badiou, lo cual de entrada des-confirma la pretensión heideggeriana de que la tradición filosófica sea unitaria, toda ella subsumible en el único cajón de sastre de la metafísica: la filosofía está ella misma dividida, es más que una, y una de sus divisiones toca la liminalidad extrema, aunque sin sustraerse a ella, y se plantea como antifilosofía.
La posición de Badiou es compleja, y ha dado ya de sí lugar a otros planteamientos antifilosóficos, como los de François Laruelle (en Principios de no-filosofía, 1996, y Anti-Badiou. Sobre la introducción del maoísmo en la filosofía, 2011) o Boris Groys (Introducción a la antifilosofía, 2009), de los que no tendré ocasión de ocuparme, pero quiero mencionar. La posición que podemos dar por central en la reflexión de Badiou sobre la necesidad de la filosofía está bajo la égida de lo que se enuncia con toda rotundidad en el Manifiesto por la filosofía, a saber, “la filosofía nunca es una interpretación de la existencia.” Pensar o interpretar la existencia quedaría por lo tanto para Badiou resueltamente del lado de la antifilosofía. ¿Debemos de entrada hacernos cargo de esa delimitación, que nos llevaría a aceptar que no estaríamos hablando filosóficamente cuando habláramos de la existencia? ¿Tendremos que elegir y orientar nuestro discurso a partir de la división entre filosofía, entregada en cuanto tal a la producción de conocimiento sobre las verdades que solo el arte y la ciencia, la política y el amor producen, y antifilosofía, que sería directamente pensamiento en existencia, de existencia, sobre existencia, desvinculado de la condición de verdad, esto es, de pensar la verdad como su condición? ¿O cabría alguna tercera posición, incluso una cuarta posición que podríamos más modestamente denominar pensamiento, incluso teoría, para no acabar en la mímesis badiouana adoptando la tentadora fórmula de “metafísica sin metafísica” recientemente propuesta? Son preguntas que no merecen respuesta hasta que hayamos dilucidado suficientemente todo lo que hay en juego en las diversas contraposiciones de Badiou, que definen su modalidad de pensamiento.
Badiou ha hablado de una “cuarta posición” precisamente no seguida en su artículo “El estatuto filosófico del poema según Heidegger” (en ¿Qué piensa el poema?). Badiou comienza remitiendo a la necesaria interrupción desacralizante de la dimensión filosófica en el contexto del poema de Parménides (ver también su seminario sobre Parménides). Si el poema de Parménides es un poema filosófico lo es en la medida en que hay en él una “laicidad argumentativa” que desacraliza e interrumpe el camino de la diosa. Para Badiou el poema de Parménides emblematiza el primero de los llamados “tres regímenes posibles del vínculo entre poema y filosofía” (53). El segundo régimen quedaría asignado a Platón, y es el régimen de la distancia. Para Platón “la filosofía no puede establecerse más que en el juego contrastado del poema y el matema, que son sus condiciones primordiales” (54), y Platón insiste en una distancia argumentativa que ya no es la rivalidad contrastante que aparece en el poema parmenídeo. Badiou asigna el tercer régimen a Aristóteles, cuya Poética incluye el saber del poema en la filosofía en el sentido técnico de la estética: “el poema ya no es pensado en el drama de su distancia ni de su íntima proximidad, sino que está tomado en la categoría de objeto” (54). Según Badiou, Heidegger, que a partir de su interés en la obra de Hölderlin desde mediados de los años 30 sanciona la idea de que el poema guarda verdades que el secuestro de la filosofía por la ciencia o la política encubre, rechaza tanto la reducción del poema a objeto de una ontología regional a la manera aristotélica, como la expulsión del poema de la reflexión filosófica. Pero Heidegger es incapaz de encontrar una cuarta posible relación, y no funda un cuarto régimen del vínculo entre poema y filosofía sino que revierte al régimen parmenídeo: “en lugar de la invención de una cuarta relación entre filosofía y poema, ni fusional ni distanciada ni estética, Heidegger profetiza una reactivación de lo sagrado desde el apareamiento indescifrable del decir de los poetas y del pensar de los pensadores” (56-57).
No puede negarse la razón que tiene Badiou al reclamar un fin de “la edad de los poetas,” que requeriría, en sus términos, de-suturar el pensamiento de su condición poética. La gran época heideggeriana, definida según Badiou precisamente por esa sutura poético-filosófica contra el secuestro científico-político de la filosofía en las tradiciones analítica y marxista, habría llegado a su fin no solo cuando Paul Celan “reencuentra el silencio de los maestros, que es precisamente la abdicación suturada de la filosofía” (Que pense 48), sino también cuando la tropología poetológica satura excesivamente el campo de expresión y convierte la reflexión teórico-literaria en mero culturalismo productor de esas “vivencias” que son la cara oscura de la maquinación técnica. Pero ¿no permanece como posibilidad el establecimiento de esa cuarta posición a propósito de la relación poema-pensamiento? ¿No es esa cuarta posición precisamente lo que la necesidad del “otro comienzo” anuncia? Badiou parece concederlo cuando remite, ya en ¿Qué piensa el poema?, a la “metafísica sin metafísica” de Alberto Caeiro (Fernando Pessoa). En un reciente libro de entrevistas, Badiou responde a Giovanbattista Tusa, a propósito de una pregunta sobre la clausura de “la edad de los poetas” que “en poesía… el potencial real del poema yace en su formulación de un cierto decir que es manifiestamente el decir de lo que no puede ser dicho… volvemos a la excepción inmanente, y la excepción inmanente es también la dialéctica de la sustracción —es decir, el hecho de la esencia propia de una cosa no es la intensidad de su presencia sino la figura de eso que es fugitivo pero que sin embargo se las arregla para retener, de alguna manera” (The End 44-45). Pero, con ello, y en la medida en que la “excepción inmanente” es figura de la totalidad de la producción filosófica de Badiou (ver The End 24), Badiou se acerca a una formulación de la tarea del pensamiento que está peligrosamente (para la voluntad ostensible de Badiou) cerca de la formulación heideggeriana de la diferencia ontológica, por lo tanto, en la genealogía precisa de aquello que es condición absoluta de todo “otro comienzo” del pensamiento.
¿Es la edad de los poetas reemplazable por una edad de la política en el sentido laclauiano? Recordemos la frase de Laclau antes citada según la cual estaríamos ante un momento histórico —el momento del capitalismo globalizado— en el que es posible afirmar el fin de la filosofía y el principio de la política (“el reino de la filosofía llega a su final y el reino de la política comienza”). Hacia el final de La razón populista Laclau insiste en esa perspectiva: “Quizás amanece la posibilidad en nuestra experiencia política de algo radicalmente diferente de lo que los profetas postmodernos del ‘fin de la política’ anuncian: la llegada de una era plenamente política, porque la disolución de las marcas de la certeza no le da ya al juego político ningún terreno necesario y apriorístico, sino más bien la posibilidad de redefinir constantemente el terreno mismo” (Laclau, Populist 222).
La edad de la política sucedería entonces a la edad de los poetas. Para Laclau hay edad de la política en la precisa medida en que no hay ya terreno necesario y apriorístico, es decir, metafísicamente constituido, para la práctica política. Dado que no hay verdades, dice Laclau, la práctica hegemónica es lo que resta. Pero, al presentarse como sustituta de una noción de verdad, no como verdad sino como el significante vacío que ocupa la plenitud ausente de una verdad, la política laclauiana se abre al desastre, en los términos de Badiou. Para Badiou la filosofía se mueve hacia el desastre precisamente cuando intenta presentarse como una “situación de verdad,” lo cual ocurre cuando intenta llenar el vacío, precisamente: el vacío de la plenitud ausente, el vacío del significante vacío en el vocabulario de Laclau. En otras palabras, precisamente cuando el pensamiento, o la acción política, que viene a ser lo mismo para el caso, se entrega a lo que en la teoría de Laclau sería un procedimiento hegemónico: llenar hegemónicamente un vacío, que es el vacío de lo social en Laclau, y el vacío de la verdad en Badiou. Cuando hace eso, para Badiou, el pensamiento se presenta extáticamente como el topos noetos de la verdad, incorpora y encarna lo sagrado del Nombre, y se formula como presencia de la Presencia, que opera necesariamente mediante el terror, buscando el apartamiento o la aniquilación de lo que queda fuera.[vii] (Badiou no menciona expresamente a Laclau al hacer estos comentarios, pero a mi juicio no existe crítica más rotunda de las consecuencias de entronizar la teoría de la hegemonía como procedimiento político por excelencia.)
En otras palabras, la antifilosofía de Laclau se ofrece como una re-sustancialización hegemónica que no puede ofrecer sino desastre. Dice Laclau: “no hay plenitud social conseguible excepto mediante la hegemonía, y la hegemonía no es sino la inversión en un objeto parcial de una plenitud que siempre se nos escapará porque es puramente mítica” (Populist 116). Podemos mirar a esto de dos maneras. En la primera de ellas hacemos la inversión afectiva, sabemos que es consolatoria y sustitutiva, sabemos que no vamos a llegar a ningún lugar estable mediante ella, sabemos que vendrá cargadita de problemas y desilusiones, que el líder nos va a fallar porque los líderes siempre fallan, que el mito histórico que hemos invocado va a hacer agua por todas partes en cuanto pase algo de tiempo y se gasten las costuras, pero en todo caso el llanto y crujir de dientes siempre será menor que el que se derive de la ausencia de toda catexis afectiva en la política, de una ausencia y de un vacío no compensados, y aceptados por lo tanto desnudamente, sin adornos.
¿Qué pedía Derrida desde la invocación de una nueva responsabilidad política? ¿Y qué pide Badiou cuando invoca la “excepción inmanente” de un régimen de producción de verdades no sustancializables cuyo nombre en política es el comunismo? Si la historia de la filosofía acaba siendo la historia de una desubstancialización de la verdad y la historia de la política no puede formularse sino como la historia de las sucesivas desencarnaciones que trazan la ruina de las formaciones hegemónicas sucesivas, la antifilosofía debería abrirse a una suspensión crítica de la política que renuncie a cierta inversión afectiva y que entienda que lo políticamente relevante no puede ya engancharse al carro de la falsa plenitud mítica, de la plenitud hegemónica, sino al revés: que se trata en cada caso de desmitificar la mentira representacional, de deshacer la cadena de equivalencias, de denunciar la hipocresía epocal que confunde política con mantenimiento o establecimiento hegemónico del poder, y de preferir una estructuración antihegemónica, siempre concretamente antihegemónica, es decir, siempre aterrizada en el rechazo de las pretensiones míticas de toda formación dominante. A esa antipolítica Badiou le llama, precisamente, comunismo. Para mí no hay gran diferencia entre ese comunismo o neocomunismo de Badiou y el “otro comienzo” de la propuesta heideggeriana que Derrida suscribe en su tematización de la aquiescencia: el comunismo es simplemente una explicitación adicional de las condiciones para un “comienzo otro”. Pero pienso, me temo, que ambos son abiertamente incompatibles con la pretensión desastrosa de la ocupación hegemónica del poder que recomienda Ernesto Laclau, y con él todos los defensores de la teoría de la hegemonía.
Obras citadas.
Badiou, Alain. L’immanence des vérités. L’être et l’événement III. Paris: Fayard, 2019.
— L’hypothèse communiste. Paris: Lignes, 2009.
— Logic of Worlds. Being and Event II. Alberto Toscano trad. Londres: Continuum, 2009.
— Manifesto for Philosophy. Followed by Two Essays: “The (Re)turn of Philosophy itself” and “Definition of Philosophy”. Norman Madarazs ed. y trad. Albany: State University of New York Press, 1992.
— Que pense le poème? Caen: Editions NOUS, 2016.
— y Peter Engelmann. For a Politics of the Common Good. Wieland Hoban trad. Cambridge: Polity, 2019.
— y Giovanbattista Tusa. The End. A Conversation. Robin Mackay trad. Cambridge: Polity, 2019.
Derrida, Jacques. Of Spirit. Heidegger and the Question. Geoffrey Bennington y Rachel Bowlby trad. Chicago: U of Chicago P, 1989.
Groys, Boris. Introduction to Antiphilosophy. David Fenbach trad. London: Verso, 2012.
Heidegger, Martin. Contributions to Philosophy. (On the Event). Richard Rojcewicz y Daniela Vallega-Neu. Bloomington: Indiana UP, 2012.
— “The Nature of Language”. Peter D. Hertz transl. En On the Way to Language. New York: Harper & Row, 1982. 57-108.
Jullien, François. The Philosophy of Living, Michael Richardson y Krzysztof Fijalkowski trads. London: Seagull, 2016, 178).
Laclau, Ernesto. Emancipation(s). London: Verso, 1996.
— On Populist Reason. London: Verso, 2005.
Laruelle, François. Anti-Badiou. On the Introduction of Maoism into Philosophy. Robin Mackay trad. London: Bloomsbury, 2013.
— Principles of Non-Philosophy. Nicola Rubczak y Anthony Paul Smith trads. London: Bloomsbury, 2013.
[i] Al principio de Lógica de los mundos Badiou establece una notoria división tajante del campo de pensamiento contemporáneo entre los “demócratas materialistas” y los “materialistas dialécticos,” que añaden una preocupación por la verdad a las preocupaciones de los primeros. En la medida en que la sospecha es más que fundada de que Badiou clasificaría a Derrida y Laclau, por lo pronto, entre los “demócratas materialistas” convendría remitirse a ese texto y a su discusión subsiguiente en Lógica.
[ii] Laclau le dedica al “capitalismo globalizado” páginas muy señaladas en On Populist Reason (230-32) y Badiou habla de ello con frecuencia, cf. The End y For a Politics. En The End resulta interesante que vincule su “globalización capitalista” al nihilismo heideggeriano, 80.
[iii] Las referencias al comunismo o neocomunismo son frecuentes en la obra de Badiou, pero conviene referir de entrada a su Hypothése. Laclau insiste con frecuencia en que la teoría de la hegemonía describe la lógica política, y que por lo tanto no hay política sin hegemonía, ni hegemonía sin populismo. Ver Populist XI.
[iv] Tomo prestado el término “infrafilosofía” de François Jullien, Philosophy, 178.
[v] Quizás sea de rigor remitir aquí al Heidegger de “El fin de la filosofía y el comienzo del pensar” (Heidegger, “End”). Heidegger no usa la palabra “antifilosofía,” pero deja claro que el retorno al “claro” (Lichtung) que abre el primer comienzo de la filosofía en la Grecia arcaica es ya un primer paso hacia la posibilidad de un “comienzo otro,” del que viene hablando desde por lo menos 1936.
[vi] En 1987, en una nota famosa al pie del Capítulo nueve de Heidegger y la cuestión escrita después de que el libro se concluyera y como consecuencia de un intercambio con Françoise Dastur, Derrida remite al ensayo de Heidegger “La naturaleza del lenguaje” (1957-58) y dice que la noción de Zusage que allí se encuentra, promesa, compromiso o voto aquiescente, que Heidegger desarrolla en ese ensayo también en relación con Zuspruch, que podríamos traducir por requerimiento o demanda, implica “el pensamiento de una afirmación anterior a toda pregunta y más propia al pensamiento que pregunta alguna” (Of Spirit 131). Este es quizá el pasaje más claro sobre el asunto: “si le hacemos preguntas al lenguaje, es decir, si preguntamos por su esencia, entonces claramente el lenguaje mismo debe ya haberse dirigido a nosotros . . . Si queremos preguntar por su esencia, específicamente, la esencia del lenguaje, entonces lo que se llama esencia debe también haberse dirigido a nosotros. Hacer preguntas y cuestionar sobre algo, aquí y en general, necesita en primer lugar el requerimiento [Zuspruch] de aquello a lo cual uno se acerca inquisitivamente, eso que se persigue con preguntas. Cualquier principio de cualquier pregunta ya se encuentra de antemano dentro de la estructura de aquiescencia [Zusage] de lo que cae bajo la pregunta (Heidegger, “Nature” 71).
[vii] Ver Badiou, Manifesto 131, 144, passim.