Está por terminar el penúltimo ciclo educativo completo que le corresponde impartir a la presente administración. Lamentablemente el “apagón” en la educación colocó a las niñas y niños de México ante una situación totalmente anómala y en las peores condiciones, pues no había ni la infraestructura social en viviendas, ni la infraestructura tecnológica necesaria para hacer frente a un problema de la magnitud que tuvo que enfrentarse.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
También, de manera igualmente lamentable, el manejo de la crisis no fue el mejor posible y al final, México fue uno de los países con mayor número de días perdidos con cierre total o parcial de planteles; y con uno de los retornos más ineficaces a los entornos escolares, pues no se desarrolló ninguna estrategia de recuperación de saberes perdidos; ni tampoco de recepción e inducción para aquellos niños y niñas que pisarían por primera vez un plantel escolar en sus vidas; o para los que transitaban de nivel.
De acuerdo con las y los expertos en materia educativa, nuestro país está en riesgo de tener una generación perdida en este campo; por lo que, por si fuera poco, a escasas semanas de que concluya el ciclo escolar, las y los maestros del país aún no tienen claridad los contenidos de los textos con los que habrán de desarrollar sus clases el próximo ciclo escolar.
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Educar es una vocación de enorme generosidad de parte de quien la ejerce; pero no puede desplegarse de manera apropiada, si las autoridades educativas no desarrollan procesos de mejora y capacitación continua; y si no se reconoce la relevancia de una enseñanza integral, sin la cual no puede darse cumplimiento al objetivo central contenido en el artículo 3º constitucional, en lo relativo a construir ciudadanas y ciudadanos con plena convicción democrática, y a un país donde haya una constante superación y crecimiento espiritual de las personas.
Nuestro sistema educativo tiene el enorme reto de diseñar un sistema curricular que garantice los derechos de las niñas y los niños; y que les habilite para continuar sus estudios en grados y niveles superiores, sobre todo reconociendo la realidad de que estamos ante generaciones que habrán de vivir, afortunadamente, muchas décadas; y que le educación que reciben les permitirá adecuarse y enfrentar los retos que les tocará vivir.
Hasta la primera mitad del siglo XX, las personas vivían bajo paradigmas científicos que se modificaban lentamente. Por ejemplo, aún en la obra de Newton, la idea del universo inmóvil era uno de los supuestos de su teoría de la gravitación universal; y no fue sino hasta poco más de 250 años después cuando se confirmó que el Universo no solo no es inmóvil, sino que se expande a velocidades increíbles y aparentemente en todas las direcciones.
Asimismo, las revoluciones tecnológicas, que eran graduales y relativamente lentas, se han ido acelerando tremendamente. Por ejemplo, pasamos del uso intensivo de transistores en la década de los 80 a los chips se silicio en los 90 y los 200; y estamos a punto de transitar hacia computadoras cuánticas que podrían acelerar aún más el desarrollo de la inteligencia artificial, tecnología que está al alcance de los ordenadores domésticos.
La respuesta antes estos cambios no puede ser una especie de “ludismo informático” y darle la espalda a la realidad con base en posiciones ideológicas que no conducen a ninguna parte. Es cierto que, como se ha afirmado en diferentes visiones filosóficas, el desarrollo tecnológico jamás ha dado claridad ética a las sociedades; pero ese hecho no significa que se deba simplemente negar o rechazar su presencia en nuestro mundo circundante.
El gobierno de la República tiene razón en el énfasis que hace en la necesidad de rescatar a las humanidades como parte esencial de los procesos educativos y de investigación y creación científica; pero el planteamiento no puede ser exclusivamente el desarrollo de lo que desde una perspectiva única se entiende justamente por “las humanidades”.
En el debate del Constituyente de la Ciudad de México, se logró, por ejemplo, reconocer como un derecho de las infancias, recibir educación filosófica en la educación básica. Pero aún cuando es mandato constitucional, luego de ya 8 años de vigencia de este texto, no se ha consolidado una propuesta seria sobre cómo construir un proceso de incorporación del pensamiento filosófico a los planes y programas de estudio que se imparten en la capital del país.
Todo cambio en los contenidos curriculares y en los paradigmas que se toman como base para el despliegue de la política del Estado en materia de educación pública, debería estar sustentado en una visión de largo plazo, de diálogo permanente con las comunidades pedagógicas del país; y con base en el reconocimiento de la enorme diversidad cultural y lingüística que hay en el país; construyendo metas de mediano y largo plazo que avancen, tanto en la construcción y rehabilitación de la infraestructura física disponible; pero también en el proceso de construcción de comunidades de aprendizaje para la edificación de un país cada vez más solidario y fraterno.
Hoy más que nunca, el diagnóstico y la solución de los problemas que enfrentamos exige de miradas transdisciplinarias, en las que el saber complejo pueda abarcar las múltiples aristas de los problemas, su multidimensionalidad y su carácter multi factorial; y eso no va a resolverse con base en visiones romantizadas de un saber que no permite procesar la realidad del siglo XXI, donde las grandes corporaciones globales, que no ya los gobiernos, han puesto la vista en Marte como nuestra nueva frontera planetaria; mientras que en la tierra persisten las desigualdades, la pobreza, el hambre y problemas globales como el cambio climático que nos enfrentan a la posibilidad de la propia extinción humana.
La educación que ha de impartirse en nuestras escuelas debe ser capaz de formar a personas que puedan comprender la complejidad de las paradojas y contradicciones que enfrentamos; y al mismo tiempo, de ser capaces de preferir la libertad antes que la opresión; la igualdad antes que las injusticias; la fraternidad antes que la discriminación y la segregación de los otros; y la solidaridad y la prudencia como virtudes, antes que el egoísmo y el individualismo a ultranza.
Construir una sociedad para las libertades, en contextos de creciente incertidumbre es el reto que enfrenta y seguirá enfrentando nuestro país en, al menos, los siguientes cincuenta años; y por ello debemos ser capaces de emprender una reforma educativa de carácter permanente; que sea entendida como sistema pero también como proceso continuo; solo así, quizás, podamos seguirle el paso al ritmo que ha adquirido nuestra vibrante realidad, nacional y global.
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Investigador del PUED-UNAM
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