La sangre de la víctima siempre genera un siniestro efecto hipnótico y de éxtasis en el perpetrador de la violencia. Esto se exacerba cuando se trata de linchamientos o de la acción de masas enardecidas que arremeten en contra de quienes consideran “sus enemigos” o “rivales”, a quienes colocan en la categoría de amenaza y, por lo tanto, sujetos de aniquilación.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Frente a las imágenes que se han visto las dos últimas semanas, primero en San José de Gracia, Michoacán, y en el estadio de Fútbol La Corregidora, en la Ciudad de Querétaro, es imposible no subir el tono del lenguaje y tratar de utilizar las categorías necesarias para intentar nombrar la magnitud de la tragedia que se vive en el país.
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Lo que se vio en ambos eventos fue la acción de auténticos psicópatas: seres que han perdido toda capacidad de sentimiento moral, y con ello, la posibilidad de la compasión y el respeto por la vida humana. Disparar a sangre fría en contra de un grupo de personas desarmadas y a expensas de sus victimarios contra la pared, así como golpear hasta el cansancio a una persona desnuda en el piso, constituyen actos patológicos que obligan a preguntarse si no forman parte de un mismo fenómeno.
Hasta el momento de escribir estas líneas, el reporte oficial de las autoridades era que no había personas fallecidas por lo ocurrido en el estado de fútbol; y por supuesto es deseable que así sea. Porque no es necesario que haya personas fallecidas para horrorizarse ante el nivel de cólera que se desató y que llevó a la violencia extrema a quienes participaron de las agresiones.
Lo que se vio allí no fue una trifulca o un pleito más. Lo que estaba en operación era la furia, un odio exacerbado y una violencia sin límite: no se trataba solo de golpear, sino de humillar, de lastimar la dignidad de las personas, de reducirlas a una calidad inferior a la de un objeto que puede ser destruido y, sobre todo, despojado de su calidad humana.
Después de estas dos semanas se percibe una desazón profunda en el país; pues ante las tragedias de cada día, vemos aún mayor polarización: un país dividido en dos bandos responsabilizándose unos a otros de las atrocidades ocurridas. Preocupa entonces doblemente que, en medio de este río de sangre, incluso la posibilidad de diálogo está rota.
Es momento de pausar. Por eso es urgente que el jefe del Estado haga un alto en el camino y utilice el enorme capital político de que aún dispone para convocar a una auténtica reconciliación del país. Se requiere iniciar, desde ya, una larga jornada nacional por la paz, en la que cesen las invectivas de una y otra parte y se construyan alternativas para un México de convivencia pacífica.
Lo atroz y lo siniestro deben ser erradicados de nuestra vida cotidiana; pero eso se logra sólo a través de un sólido Estado democrático de derecho, donde la vida institucional permita la realización cotidiana de una vida digna para cada una de las personas que habitan en el territorio nacional. Y ello requiere de profundas reformas que deben incluir la promoción de una potente cultura de paz, que incluya, como acertadamente lo han planteado varias expertas, una urgente formación de nuevas masculinidades y la erradicación de los estereotipos de género que alientan o legitiman formas de ser violentas, conductas agresivas y hasta delincuenciales.
En la polarización, los perpetradores de la violencia triunfan, pues tienen campo fértil para continuar sembrando la discordia, pero, sobre todo, el terror y la parálisis de la sociedad. Por eso, hoy más que nunca necesitamos de la serenidad de ánimos en todas y todos los actores políticos; prudencia y también, hay que exigirlo, sabiduría para actuar acertadamente y sacar al país de la demencial embriaguez de sangre en que estamos atrapados.
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