Todas y todos sabemos que algún día habremos de morir; y sin embargo, cuando el momento llega para quienes son cercanos, siempre consideramos, debido a nuestro apego por la vida que, como lo habría señalado el poeta Unamuno, la muerte siempre llega a destiempo y es siempre prematura.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Desde esta perspectiva, el panorama al que nos enfrentamos, sintetizado en las estadísticas recientemente presentadas por el INEGI, está caracterizado por una dolorosa realidad de enfermedad y muerte, en cientos de miles de caso excesiva, pero no por el número y la “anomalía estadística”, sino porque es resultado nada menos que de la incapacidad del Estado de proteger a su población.
Lo anterior se confirma a partir de los datos de la Organización de las Naciones Unidas, también publicitados recientemente. En el año 2021, México fue el tercer país con mayor número absoluto de defunciones por COVID19 en el mundo, sólo por debajo de Brasil e India; y al mismo tiempo fue el de mayor número de defunciones por homicidios intencionales; igualmente sólo por debajo de esos dos países.
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Entre los años 2020 y 2021, han fallecido en México alrededor de 2.3 millones de personas en el país; para dimensionar esa cifra, basta con decir que, en el año 2020, la población total del estado de Baja California era de 2.43 millones; o la de Coahuila, de 2.29 millones de personas. A lo anterior debe añadirse además la cifra de más de 100 mil personas desaparecidas o no localizadas, respecto de las cuales, tristemente, se estima que alrededor del 10% podrían estar muertas.
Del total de defunciones registradas en el 2021, hubo 530,950 que perdieron la vida en sus domicilios; además de 36,236 que fallecieron en la vía pública. Y 56,578 en “otro lugar”. Es decir, la muerte nos ronda a todas y todos pues del total de decesos registrados en el país, el 12.2% (es decir, más de 125 mil), no recibieron atención o asistencia médica al momento de fallecer.
Así, lo que es claro es que la pandemia llevó al límite las capacidades del Estado mexicano, y las desbordó de manera apabullante; revelando la fragilidad de los sistemas institucionales; pero también profundizando la crisis de las capacidades de cobertura, atención y prestación de servicios de calidad.
El confinamiento obligado también profundizó la crisis de otros espacios institucionales estratégicos para el desarrollo del país; emblemáticamente el sector educativo, en el cual millones de niñas y niños vieron afectados severamente sus trayectorias escolares; otros, que se estiman en más de 1 millón, abandonaron definitivamente sus estudios, y para la inmensa mayoría, esta situación provocó la pérdida significativa de aprendizajes, pero también de capacidades de socialización y de relación con sus pares y con el personal docente y directivo de sus escuelas.
Este confinamiento obligado también profundizó las otras epidemias: sobre todo las de obesidad, diabetes, hipertensión, y no debe olvidarse de ninguna manera, la epidemia de violencia que se vive en el país y la cual crece en medio de la impunidad y la complicidad de las autoridades, ya sea por acción o por omisión en el cumplimiento de sus responsabilidades.
En efecto, del 2018 al 2022, de acuerdo con los datos del Informe de Gobierno del Poder Ejecutivo Federal, las tasas de incidencia de diabetes, hipertensión y obesidad crecieron; y de la mano de ellas, las tasas de mortalidad por diabetes y por enfermedades isquémicas del corazón; mientras que en los registros del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, las tasas de incidencia de delitos sexuales y delitos contra la familia, han establecido año tras año nuevos récords.
El indicador relativo al homicidio intencional muestra que en el año 2021 se registraron 35,700 víctimas; apenas 3% menos que en el año 2020, cuando se llegó al récord histórico en esa materia en nuestro país. Los accidentes cobraron, por su parte, 34,604 vidas más, muchas de las cuales constituyen también muertes violentas y, en la mayoría de los casos, pudieron haberse evitado.
Por otro lado, el INEGI documentó además que en el 2021 hubo 5,898 defunciones clasificados como “eventos de intención no determinada”, es decir, son personas que perdieron la vida por causas externas, pero respecto de las cuales no hay datos que permitan clasificarlas de acuerdo a la intención de las lesiones que provocaron la muerte.
Por otro lado, crecen y se agudizan otros problemas; uno de los más sentidos es, sin duda alguna, el de la desnutrición; la cual, en todas sus modalidades (leve, moderada y crónica), tuvo incrementos porcentuales por arriba del 20% entre los años 2021 y 2022; lo cual obliga a pensar que la suma cercana al millón de hogares donde alguna niña o niño no come en todo el día o deja de comer todo el día, en el mejor de los casos se ha mantenido entre el 2020 y el 2022.
La emergencia es evidente; pero lamentablemente en el Gobierno de la República todavía se niegan a verla; e incluso pretenden negarla a través de una propaganda cada vez más disonante con la realidad material y concreta del sufrimiento que se vive en las calles y en los hogares mexicanos, provocando un mayor malestar que, en términos institucionales, sigue siendo manejable debido a la simpatía popular de la que todavía goza el Ejecutivo, pero que podría de pronto, ante la crudeza de la realidad, verse severamente dañada.
Las condiciones aquí descritas revelan además el hecho de la democracia disfuncional que tenemos, y que ha permitido una larga sucesión de gobiernos de alta ineficacia; hasta llegar al actual, el cual francamente ha negado toda posibilidad de construir un nuevo aparato público, que tenga como propósito la garantía de los mandatos constitucionales en materia de derechos humanos.
Ya no hay tiempo; de hecho, nunca lo ha habido, si se considera la magnitud del dolor, la tristeza y la desolación que significa vivir rodeados de muerte y enfermedad. Ante ese escenario, la responsabilidad del Estado es creciente, y, sobre todo, es ineludible. Porque permitir que el malestar continúe, cuando se tienen recursos y capacidades para aliviarlo, aunque sea solo en parte, significa una renuncia y una apuesta por el absurdo inaceptable.
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