Hay una epidemia de llantos que recorre a todo el país. Se trata de una de las más dolorosas que hemos enfrentado en nuestra historia. Podemos pensar en el futuro y preguntarnos cómo la veremos y cómo la verán las generaciones por venir; pero eso puede llevarnos al error de pensar que es una cuestión de espera, para que todo pase y podamos vivir en paz.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Esta epidemia de llantos es, en una de sus dimensiones, la de aquellas madres que buscan a sus hijas desaparecidas. Muchas lo hacen con la esperanza de localizarlas con vida; y miles también en la resignación del pensamiento de sus muertes, pero con el ánimo inquebrantable de rescatar sus cuerpos y darles una sepultura digna.
En todos los casos el clamor es el mismo: ¡queremos justicia! Es un grito que llena nuestras calles ante la incompetencia de muchas de las autoridades responsables; pero también ante su indolencia y nula capacidad de empatía, pues mientras las madres se desagarran llorando a sus hijas, la prepotencia de la placa y el arma hace gala, dando espectáculos grotescos, y que ya son tantos, que es difícil poder identificar cuál o cuáles son los peores.
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La exigencia que se plantea, una y otra vez, es que esos casos no vuelvan a repetirse. Pero lo más indignante es que todos los días se sabe, ya bien a través de redes sociales, o bien a través de los medios de comunicación, que otra joven desapareció; que se están cerrando calles y avenidas para exigir su aparición con vida; y de manera exasperante, en la mayoría de los casos, el desenlace es fatal.
La alegría con la que se debe vivir, y en la que debemos aspirar siempre vivir, se ve opacada, ultrajada ante tanta violencia y muertes que no deben ser. Y ante ello, las alertas de género y los mecanismos institucionales de que disponemos para exigir lo necesario y urgente de las autoridades, se ven absolutamente rebasados dejándonos en la actitud impávida ante la pregunta de qué más y cómo debemos hacerlo para que esto pare ya.
Muchas de las mujeres que desaparecen y son asesinadas eran también madres. Y por ello otra de las preguntas es relativa a cuáles deberían ser las intervenciones de las instituciones para paliar el dolor, el enojo, la angustia que provoca el asesinato de una madre. ¿Qué va a ser de sus hijas e hijos? Y esa no es una pregunta retórica porque el supuesto es que hay abuelas, abuelos, o algún otro familiar que quiere y puede hacerse cargo; pero la realidad nos muestra es que no siempre es así; y aún cuando se abre esa posibilidad, no hay el acompañamiento de trabajo social, de tratamiento psicológico y asesoría jurídica para garantizar la mejor vida posible en esa dura y dolorosa circunstancia.
Es evidente que las becas no bastan; que los apoyos económicos que se otorgan son totalmente simbólicos; y que en realidad estamos perdiendo la brújula, porque lo que debería estar operando es una poderosa estrategia nacional para la erradicación de la violencia de género; y para garantizar la transversalización de esta perspectiva en las políticas, programas y presupuestos en todos los niveles del gobierno.
¿Cómo brindar y mostrar empatía a las familias que han perdido a una de sus hijas o de sus madres? Sobre todo, en una sociedad donde culturalmente hay una perspectiva generalizada de cuasi sacralización de la figura materna. ¿Cómo se interviene en escenarios así? ¿Qué programas, qué protocolos deben construirse y operarse? ¿Qué acciones de intervención deben darse en los ámbitos comunitarios y territoriales donde han ocurrido estas tragedias?
En 2021, de acuerdo con los datos del INEGI, el 39.2% de las mujeres asesinadas estaban casadas, en unión libre, divorciadas, separadas o eran viudas. Frente a ello, debe considerarse que entre 2012 hubo 31,032 mujeres víctimas de homicidio intencional. Y a ellas deben sumarse las casi 25 mil mujeres que en el 2022 estaban desaparecidas o no localizadas. Estos datos dan apenas una visión aproximada de la magnitud de todo lo que no se ha hecho y del rezago en las intervenciones que deberían realizarse. Porque si en algo se debe ser enfático, es en el hecho de que los ríos de lágrimas que esta realidad han provocado en el país son inconmensurables. No hay medida, escala o estadística que pueda darnos cuenta de las cantidades escandalosas de dolor que se han generado todos los días, desde hace ya más de una década.
Debemos tener plena conciencia del hecho de que esta epidemia de llantos no se va a curar con ninguna medicina; que no hay “reparación del daño” que alcance para cerrar las heridas, el daño que se ha generado en la psique y emocionalidad de las personas que han atravesado por estas terribles desagracias. Frente a ello, lo que debe interpelarnos es que no sabemos realmente ni dónde ni cómo encontrar la cura a la maldad y el sadismo que recorren al país. Porque de lo que se trata es de modificar radical y urgentemente las estructuras psíquicas y emocionales que llevan a cientos de miles de personas a actuar con maldad, a sabiendas de que lo están haciendo y que quieren hacerlo.
Es cierto que se asesinan a más hombres que mujeres todos los días; y es cierto que la mayoría de las personas desaparecidas son varones. Pero igualmente lo es el hecho de que los feminicidios y la desaparición forzada y secuestro de las mujeres se relaciona con delitos sexuales, trata de personas y fenómenos crueles y degradantes que tienen su origen en la misoginia y el machismo más sádico.
Esta epidemia de llantos no puede asumirse como un elemento estructural más de nuestra realidad; menos aún como un mal inextirpable. Debemos verla claramente como una condición inaceptable y que debemos detener, de tajo y en lo inmediato. Porque de otro modo, la desolación y la pesadumbre pueden apoderase de todas y todos, y profundizar la parálisis y estupefacción en que estamos.
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Investigador del PUED-UNAM
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