Hace dos años, en febrero de 2019, el Papa Francisco, cuando visitó los Emiratos Árabes, firmó en Abu Dhabi con el Gran Imán Al Azhar Ahmad Al-Tayyeb un importante documento: “Sobre la fraternidad humana, en pro de la paz y de la convivencia común”. Dando continuidad la ONU estableció el día 4 de febrero como el Día de la Fraternidad Humana.
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Todos son esfuerzos generosos que buscan, si no eliminar, al menos minimizar las profundas divisiones que imperan en la humanidad. Ansiar una fraternidad universal parece un sueño distante, pero siempre anhelado.
El eje estructurador de las sociedades mundiales y de nuestro tipo de civilización, ya lo escribimos anteriormente, es la voluntad de poder como dominación.
No hay declaraciones sobre la unidad de la especie humana y de la fraternidad universal, tal como la más conocida Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, enriquecida con los derechos de la naturaleza y de la Tierra, que consigan imponer límites a la voracidad del poder. Bien lo entendió Thomas Hobbes en su Leviatán (1615):
«Señalo, como tendencia general de todos los hombres, un perpetuo e inquieto deseo de poder y más poder, que sólo cesa con la muerte; la razón de esto radica en el hecho de que no se puede garantizar el poder sino es buscando todavía más poder».
Jesús fue víctima de ese poder y fue asesinado judicialmente en la cruz. Nuestra cultura moderna se ha apoderado de la muerte, ya que con la máquina de exterminio total creada puede eliminar la vida en la Tierra y a sí misma. ¿Cómo controlar el demonio del poder que nos habita? ¿Dónde encontrar el remedio?
Aquí san Francisco nos abre un camino: la humildad radical y la total sencillez. La humildad radical implica ponerse junto al humus, en la tierra, donde todos nos encontramos y nos hacemos hermanos y hermanas porque todos venimos del mismo humus.
El camino para eso consiste en bajar del pedestal en el que nos colocamos como amos y señores de la naturaleza y realizar un despojamiento radical de todo título de superioridad. Consiste en hacerse realmente pobre, en el sentido de quitar todo lo que se interpone entre el otro y yo. Ahí se esconden los inter-eses. Estos no pueden prevalecer, pues son trabas para el encuentro con el otro cara a cara, mirándose a los ojos, con las manos abiertas para el abrazo fraterno entre hermanos y hermanas, por distintos que sean.
La pobreza no es ningún ascetismo. Es el modo que nos hace descubrir la fraternidad, juntos sobre el mismo humus, sobre la hermana y madre Tierra. Cuanto más pobre, más hermano del Sol, de la Luna, del pobre, del animal, del agua, de la nube y de las estrellas.
Francisco recorrió humildemente esta senda. No negó los oscuros orígenes de nuestra existencia, el humus (de donde viene homo en latín) y de esta forma confraternizó con todos los seres, llamándolos con el dulce nombre de hermanos y hermanas, hasta al feroz lobo de Gubbio.
Se trata de tener una nueva presencia en el mundo y en la sociedad, no como quien se cree la cumbre de la creación y está por encima de todos, sino como quien está al pie y junto a los demás seres. Por esta fraternidad universal, el más humilde encuentra su dignidad y su alegría de ser por sentirse acogido y respetado y por tener garantizado su lugar en el conjunto de los seres.
Leclerc obstinadamente plantea siempre de nuevo la pregunta como quien no está totalmente convencido: «¿Será posible la fraternidad entre los seres humanos?» Y él mismo responde: Solamente si el ser humano se coloca a sí mismo con gran humildad entre las criaturas, dentro de la unidad de la creación (que incluye al ser humano y lanaturaleza como un todo), respetando todas las formas de vida, incluso las más humildes, podrá esperar un día formar una verdadera fraternidad con todos sus semejantes. La fraternidad humana pasa por esta fraternidad cósmica» (p. 93).
Ésta no es una actitud exagerada ni excesiva. Se trata de un modo de ser que aparta todo lo que es superfluo, todo tipo de cosas que vamos acumulando, que nos hacen rehenes de ellas y crean desigualdades y barreras con respecto a los otros, negándonos a convivir solidariamente con ellos, y nos lleva a contentarnos con lo suficiente y a compartir con los demás.
Este camino no fue fácil para Francisco. Se sentía responsable del camino de la pobreza radical y de la fraternidad. Al crecer el número de seguidores, por miles, se imponía una organización mínima. Había bellos ejemplos en el pasado. Francisco le tenía verdadera ojeriza a eso. Llegó a decir: “no me hablen de las reglas de San Agustín, de San Benito o de San Bernardo; Dios quiso que yo fuese un nuevo loco en este mundo (novellus pazzus)”. Es la clara afirmación de la singularidad de su modo de vida y de su estar en el mundo y en la Iglesia, como un simple laico que toma absolutamente en serio el evangelio en medio y con los pobres e invisibles, y no como un clérigo de la poderosa Iglesia feudal.
Te puede intersar nuestro programa en Canal Once sobre derechos Humanos con la dra. Mariclaire Acosta Míralo aquí: “Diez años de derechos humanos”
Sin embargo, en un momento dado de su vida entra en una crisis profunda, pues veía que su camino evangélico de pobreza radical y de fraternidad le estaba siendo arrebatado.
Afligido, se retira a una ermita en el bosque durante dos largos años, acompañado de su íntimo amigo fray León “la ovejita de Dios”. Es la gran tentación, a la que las biografías dan poca relevancia, pero es esencial para entender la propuesta de vida de Francisco.
Por fin, se despoja de ese instinto de posesión espiritual. Acepta un camino que no es el suyo pero que es inevitable. ¿Dónde dormirían los frailes? ¿Cómo se sostendrían? Prefiere salvar la fraternidad a salvar su propio ideal. Acoge jovialmente la férrea lógica de la necesidad. Ya no pretende nada más. Se despoja totalmente, incluso de sus deseos más íntimos, hasta el punto de que su biógrafo san Buenaventura lo llama vir desideriorum (varón de deseos).
Ahora, totalmente despojado en su espíritu, se deja conducir por Dios. El Espíritu será el señor de su destino. Él mismo ya no se propone nada más. Está a merced de aquello que la vida le va pidiendo, viéndola como voluntad de Dios. Siente en eso la mayor libertad de espíritu posible, que se expresa por una alegría permanente hasta el punto de que le llaman “el hermano siempre alegre”. Él no ocupa ya el centro. El centro es la vida conducida por Dios. Y eso basta.
Regresa entre los cofrades y recupera la jovialidad y la plena alegría de vivir, pero, siguiendo la llamada del Espíritu, como en los primeros tiempos, vuelve a convivir con los leprosos, a los que llama “mis cristos” en profunda comunión fraterna. Jamás abandona la profunda comunión con la hermana y Madre Tierra. Cuando va a morir, pide que lo coloquen desnudo sobre la Tierra para la última caricia y total comunión con ella.
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Francisco buscó incansablemente la unidad de la creación mediante la fraternidad universal, unidad que incluye a seres humanos y seres de la naturaleza. Todo comienza con la fraternidad con todas las criaturas, amándolas y respetándolas. Si no cultivamos esta fraternidad con ellas, la fraternidad humana pasa a ser meramente retórica y continuamente violada.
Curiosamente, el famoso antropólogo Claude Lévy Strauss, que enseñó e investigó en Brasil durante muchos años y aprendió a amarlo (véase su libro Saudade de Brasil), confrontado con la crisis aterradora de nuestra cultura, sugiere el mismo remedio que san Francisco: «el punto de partida debe ser una humildad principal: respetar todas las formas de vida… preocuparse del ser humano sin preocuparse de las otras formas de vida es, queramos o no, llevar a la humanidad a oprimirse a sí misma, abrirle el camino de la auto-opresión y de la auto-explotación» (Le Monde 21-22 de enero de 1999). Frente a las amenazas planetarias afirmó también: «La Tierra surgió sin el ser humano y podrá continuar sin el ser humano».
Volvamos a nuestro momento histórico: el confinamiento social nos ha creado condiciones involuntarias para plantearnos esta cuestión fundamental: ¿Qué es esencial, la vida o el lucro? ¿el cuidado de la naturaleza o su explotación ilimitada? ¿Qué Tierra queremos, finalmente? ¿Y qué Casa Común queremos habitar? ¿Sólo con nosotros, los seres humanos, o con todos los hermanos y hermanas de la gran comunidad de vida, realizando la unidad de la creación?
El Papa durante la pandemia se tomó un tiempo para reflexionar sobre esta cuestión del momento. La expresó en términos graves, casi desesperanzados en la Fratelli tutti aunque, como hombre de fe, mantiene y reafirma siempre la esperanza.
El superviviente del campo de exterminio nazi, Éloi Leclerc, la replanteó de forma existencial y permanentemente angustiada, pero con signos de esperanza dentro de los frecuentes sobresaltos causados por la memoria imborrable de los horrores sufridos en los campos de exterminio nazi.
Francisco vivió en términos personales la fraternidad universal, pero en términos globales, fracasó. Tuvo que hacer concesiones a la orden y al poder. Y lo hizo sin amargura, reconociendo y acogiendo su inevitabilidad. Es la tensión permanente entre el carisma y el poder. El poder es un componente de la esencia del ser humano social. El poder no es una cosa (como el estado, el presidente, la policía), sino una relación entre personas y cosas. Al mismo tiempo asume la forma de una instancia de dirección social.
Sin embargo, debemos calificar la relación y la dirección. ¿Están ambas al servicio del bien de todos, o de grupos y entonces se revela como exclusión y dominación? Para evitar ese modo (el demonio que lo habita) prevalente en la modernidad, el poder debe estar siempre bajo control, ser pensado y vivido a partir del carisma. Este representa un límite al poder para garantizar su carácter de servicio a la vida y al bien de todos, y evitar la tentación de la dominación y del despotismo. El carisma es siempre creativo y pone en jaque al poder establecido.
Respondiendo a la pregunta de si es posible una fraternidad universal, diría: dentro del mundo en que vivimos bajo el imperio del poder-dominación sobre las personas, las naciones y la naturaleza, aquella está siempre inviabilizada y hasta negada. Por aquí no hay camino.
Sin embargo, si no puede ser vivida como un estado permanente, puede realizarse como espíritu, como una nueva presencia y un modo ser que intenta comprometer todas las relaciones, incluso dentro del orden actual que es un desorden. Pero esto solo es posible a condición de que cada persona sea humilde, se sitúe junto al otro y a la altura de naturaleza, supere las desigualdades y vea un hermano y una hermana en cada uno, situados en el mismo humus terrenal donde están nuestros orígenes comunes y sobre el cual convivimos.
Francisco de Asís, en el marco problemático de su tiempo, el ocaso del feudalismo y el alborear de las comunas, mostró la posibilidad real de, al menos a nivel personal, crear una fraternidad sin límites. Pero su impulso lo llevaba más lejos: crear una fraternidad global al unir los dos mundos de entonces: el mundo musulmán del sultán egipcio Al Malik al-Kamil, con quien cultivó una gran amistad, y el mundo cristiano bajo el pontificado de Inocencio III, el más poderoso de la historia de la Iglesia. De esta forma realizaría su mayor sueño: una fraternidad realmente universal, en la unidad de la creación, confraternizando el ser humano con otros seres humanos, aun de religiones tan distintas, pero unidos con todos los demás seres de la creación.
Este espíritu, en el contexto de las fuerzas destructivas del antropoceno y del necroceno reinantes, se enfrenta a una situación totalmente distinta de aquella vivida por Francisco de Asís. En ella no se cuestionaba si la Tierra y la naturaleza tenían o no futuro. Se suponía que todo esto estaba garantizado. Ocurrió lo mismo en la gran crisis económico-financiera de 1929 e incluso en la de 2008. Nadie planteaba la cuestión de los límites de la Tierra y de sus bienes y servicios no renovables.
Era una suposición dada como evidente, pues para todos ella era como un baúl lleno de recursos ilimitados, base para un crecimiento también ilimitado. En la Laudato Si el Papa llama a esta concepción, mentira. Hoy ya no es así. Todo esto se desvaneció, pues sabemos que nosotros podemos hacer tambalear y destruir las bases físicas, químicas y ecológicas que sustentan la vida.
No estamos ante una opción que podemos asumir o no, sino ante una exigencia para la continuidad de nuestra vida en este planeta. Nos encontramos en una situación que amenaza nuestra especie y nuestra civilización. La Covid-19 que está afectando a toda la humanidad debe ser interpretada como una señal de la Madre Tierra de que no podemos continuar con la dominación y devastación de todo lo que existe y vive. O hacemos, como advierte el Papa Francisco de Roma a la luz del espíritu y de un nuevo modo de ser en el mundo de Francisco de Asís, “una radical conversión ecológica” (nº 5) o ponemos en peligro nuestro futuro como especie: “Las previsiones catastróficas ya no se pueden mirar con desprecio e ironía. Nuestro estilo de vida y nuestro consumismo insostenibles solo pueden desembocar en catástrofes” (Laudato Si’, nº 161). En la Frateli tutti es más contundente: “Estamos en el mismo barco, nadie se salva solo, solo podemos salvarnos juntos” (nº 32). Se trata de una última carta para la humanidad.
Y he aquí que surge una nueva alternativa posible, pues la historia no es rectilínea. Conoce rupturas y saltos. Así estaríamos ante un salto en el estado de conciencia de la humanidad. Puede llegar un momento en que ella se vuelva plenamente consciente de que puede autodestruirse, ya sea por una fenomenal crisis ecológica, social y sanitaria (atacada por virus letales) o por una guerra nuclear.
Entenderá que es preferible vivir fraternalmente en la misma Casa Común que entregarse a un suicidio colectivo. Se verá obligada a convencerse de que la solución más sensata y sabia consiste en cuidar la única Casa Común, la Tierra, viviendo todos dentro de ella, como hermanos y hermanas, la naturaleza incluida. Con toda seguridad la humanidad no está condenada a autodestruirse, ni por voluntad del poder-dominación ni por el aparato bélico capaz de eliminar toda la vida. Está llamada a desarrollar las incontables potencialidades que hay dentro de ella, como un momento avanzado de la cosmogénesis. No estoy solo en esta apuesta. La hacen muchos científicos, como por ejemplo, Jacques Attali en su libro Una breve historia del futuro (París 2006) y el famoso cosmólogo Brian Swimme en Journey of the Universe (Yale University, 2012.)
Entonces será un dato de la conciencia colectiva aquello que las encíclicas Laudato Si’ y Fratelli tutti repiten de principio a fin: todos estamos relacionados unos con otros, todos somos interdependientes y solo sobreviviremos juntos. Todo será relacional, también las empresas, generando un equilibrio general asentado sobre el amor social, el sentido de pertenencia fraterna, el altruismo, la solidaridad y el cuidado común de todas las cosas comunes (agua, alimentación, vivienda, seguridad, libertad y cultura etc).
Todos se sentirán ciudadanos del mundo y miembros activos de sus comunidades. Habrá un gobierno planetario plural (de hombres ymujeres, representantes de todos los países y culturas) que buscará soluciones globales a los problemas globales. Prevalecerá una hiperdemocracia terrenal. La gran misión colectiva es construir laTierra, como ya anunciaba Pierre Teilhard de Chardin en el desierto de Gobi de China en los años de 1933. Asistiremos al surgimiento lento y sostenible de la noosfera, es decir, de las mentes y los corazones sintonizados dentro del único planeta Tierra. Este es nuestro acto de fe. Ahora se darán las condiciones del sueño de Francisco de Asís y de Francisco de Roma: una real fraternidad humana, un verdadero amor social con los demás hermanos y hermanas de la naturaleza.
Nos corresponde a nosotros como personas y como colectividad pensar y repensar con la mayor seriedad, plantearnos y replantearnosesta cuestión: Dentro de esta situación cambiada de la Tierra y de la humanidad, y de las amenazas que pesan sobre ellas, no es un puro sueño y una utopía inviable buscar un espíritu de fraternidad universal entre los humanos y con todos los seres de la naturaleza y realizarlo colectivamente. Esta será la gran salida que nos podrá salvar. El Papa Francisco cree y espera que este sea el camino. Puede ser tortuoso, conocer obstáculos y sufrir desvíos, pero sigue el rumbo correcto. Nos urge responder, pues el tiempo del reloj corre en contra nuestra.
O acogemos la propuesta de la figura más inspiradora do Occidente, el humilde Francisco de Asís, como lo llama Tomás Kempis, autor de la Imitación de Cristo, retomada en la Fratelli tutti por Francisco de Roma, y repensada por Leclerc y Lévy Strauss, o puede querecorramos el camino que recorrieron los dinosaurios hace 67 millones de años. Pero creemos que este no es el destino de la humanidad.
Solo nos queda recorrer este camino de la fraternidad universal y del amor social porque entonces podremos continuar, bajo la luz bienhechora del sol, sobre este pequeño planeta, azul y blanco, la Tierra, nuestro querido hogar y Casa Común. Dixi et salvavi animam meam.
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