Escrito por 5:00 am Destacados, En Portada, Mario Luis Fuentes • 2 Comentarios

La fuerza y los límites del presidencialismo

Uno de los argumentos que se esgrimieron al redactar la Constitución de 1917, para mantener y fortalecer al régimen del presidencialismo en México, fue que, ante la debilidad de las instituciones, y ante las constantes agresiones extranjera sufridas por nuestro país en el siglo XIX, se requería de la conducción nacional por parte de un “hombre fuerte”, capaz de aglutinar al esfuerzo colectivo, y de arbitrar a las diferentes fuerzas en disputa, para reestablecer equilibrios y procesos de gobernabilidad mínima.

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Esto sólo comenzó a cristalizarse a partir de 1929, luego del asesinato del presidente Álvaro Obregón, en un lento proceso de creación de instituciones, y reformas políticas que nunca permitieron una auténtica democratización de nuestro modelo de organización política.

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Por el contrario, con el paso de las décadas lo que terminó consolidándose fue un presidencialismo vertical y autoritario, que se sustentaba en un poderoso discurso de corte social, en el que se argumentaba que todas las decisiones que se tomaban, tenían como propósito mayor la realización de la justicia social.

La democratización del régimen quedó siempre en segundo plano, y lo que se impuso fue una lógica que buscó, por todos los medios, impedir la oposición política, la emergencia de partidos políticos competitivos, y por supuesto, obstaculizar en todo momento las reformas constitucionales y legales necesarias para dotar al régimen presidencialista de una estructura de pesos y contrapesos efectivos.

El poeta Octavio Paz sintetizaría esta forma sui generis del Estado mexicano en la figura de “El ogro filantrópico”, respecto del cual pensaba: “hay otra característica notable del Estado mexicano: a pesar de que ha sido el agente cardinal de la modernización, él mismo no ha logrado modernizarse enteramente. En muchos de sus aspectos, especialmente en su trato con el público y en su manera de conducir los asuntos, sigue siendo patrimonialista. En un régimen de ese tipo el jefe de Gobierno -el Príncipe o el Presidente- consideran al Estado como su patrimonio personal”.

Esta característica, a pesar de las tres alternancias que se han dado en el siglo XXI, o quizá como parte de la lógica interna de las mismas, no se ha quebrado. Por el contrario, lo que se está observando en la administración del Presidente López Obrador, es su radicalización: todo pasa por la autorización de un Ejecutivo que asume dialogar directamente con el pueblo y que no requiere de ningún otro espacio de interlocución.

Todo programa público se está presentando en el marco de la propaganda gubernamental como resultado de la voluntad y decisión unipersonal del presidente, y la idea de la generación de acuerdos y consensos plurales para el desarrollo social y democrático, ha sido sustituida por una lógica discursiva que apela al voluntarismo presidencialista y a un hasta ahora muy amplio mandato y respaldo popular obtenido en el 2018.

Paradójicamente, lo han explicado numerosas expertas y expertos, sólo un presidente con amplios márgenes de popularidad y legitimidad democrática podría impulsar una reforma democratizadora del aparato del Estado mexicano; de tal forma que, una auténtica reforma política, debería ir mucho más allá del régimen de los partidos políticos, y afectar estructuralmente a la configuración misma del Poder Ejecutivo, incluyendo para ello mecanismos transparentes de control del gobierno.

Un presidente que dispone una popularidad como la que tiene López Obrador, permitiría una transformación capaz de ampliar el régimen democrático, para que nunca más el Ejecutivo acumule tanto poder, sin reconocer la pluralidad y diversidad del país en el momento de tomar las decisiones más relevantes.

El Ejecutivo debería tener como objetivo central: fortalecer y ampliar a la democracia y reestablecer un sano equilibrio entre los poderes del Estado y promover la organización de la sociedad a fin de impulsar una nueva etapa de acuerdos para la transformación del país.

La ausencia del presidente del espacio público, a que ha lo obligado su enfermedad del presidente en estos días ha hecho visible la centralidad de la figura presidencial en el juego político. De tal forma, que aún pese al esfuerzo de algunos de los integrantes del Gabinete, hay una percepción relativa a que la acción pública carece de fuerza e impulso, sin la presencia personal del Ejecutivo

Esta ausencia ha puesto en relieve también, lo dañino de neutralizar a los liderazgos morales -escasos, por cierto- en el país, y de reducir desde el uso de la fuerza del Estado, los espacios para su incidencia institucional y en los espacios de disputa democrática del poder.

No es deseable, desde ningún punto de vista, que la situación política que vive el país lleve eventualmente otra vez en una situación de fragilidad, sobre todo en un escenario de ausencia -aún temporal-, del titular del Ejecutivo. De ahí que sea una buena noticia que el presidente recobrará pronto la conducción personal del gobierno, a fin de que pueda reconducir al país hacia la salida de las crisis múltiples que enfrentamos.

Es evidente que lo primero es la salud del presidente; pero no puede dejar de reconocerse que, cada día que pasa sin estar en la escena pública, debido a la lógica que él mismo decidió darle a su administración, el vacío pesa más, mientras que se siguen acumulando cadáveres por todos lados y por todas las causas.

Enero concluyó con 32,729 defunciones confirmadas por COVID19; y en los primeros cuatro días de febrero el promedio es de 1,046 defunciones por día. En materia de violencia, enero de 2021 cerró con el mismo promedio diario de homicidios dolosos que enero del 2020; mientras que la tasa de feminicidios se ubicó en 1.49, que es prácticamente la misma de 2019, la cual se ubicó en 1.50 víctimas por cada 100 mil mujeres.

A pesar de que hay algunos signos de recuperación económica, el golpe que nos ha dado la pandemia y su gestión es brutal y ha profundizado y radicalizado las condiciones de vulnerabilidad, pobreza y privaciones de millones de familias, las cuales están enfrentando procesos de empobrecimiento y pérdida de patrimonio con un ritmo e intensidad que no se había visto en los últimos cien años en el país.

Urge que el presidente regrese, y que los renovados bríos que se han anunciado por parte de sus voceros, también le lleven a considerar que, ante tanta muerte y pobreza, ante tanto dolor y tristeza, sí es necesario una revisión crítica de las de estrategias, las prioridades y las acciones. El tiempo es breve, y se está agotando cada vez más aceleradamente.

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