El presidente de la República ha planteado, desde el inicio de su mandato, una muy particular noción de la historia; la cual incluye, vinculada a su noción de lo que debería ser la reconciliación del país, la idea de la petición del perdón histórico del Estado mexicano por los excesos y abusos cometidos en contra de grupos específicos de población.
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Esta posición, siendo políticamente correcta, enfrenta sin embargo varios problemas cuando se piensa en el contexto de un presente que estaría obligado, por un lado, a la reparación del daño, y por el otro, la garantía de la no repetición de las atrocidades que, por acción u omisión, han cometido en el pasado las instituciones o las y los funcionarios que son responsables de la conducción de esas instituciones.
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Otro problema implícito en esa postura es que transporta una visión lineal de la historia; cuando lo esperable sería una idea dialéctica desde la que se debería reconocer que el pasado se actualiza y sintetiza en el presente bajo la figura de nuevas contradicciones que se materializan en los fenómenos deplorables que persisten: pobreza, desigualdad, marginación, discriminación, entre otros.
Una comprensión dialéctica de la historia debería llevar a un manejo mucho más cuidadoso y menos propagandístico de este tipo de posturas; pues al responsabilizar de las condiciones actuales al pasado, paraliza la acción en el presente: si todo es responsabilidad de los otros, lo que nos queda es lamentarnos y, una vez planteada la idea del “perdón”, la pretendida reconciliación histórica queda suspendida porque entonces no hay nada más que reclamar.
Así visto, todo queda reducido a un planteamiento de “sanación” moral o espiritual respecto de un pasado pernicioso, pero cuyas consecuencias nos alcanzan, y cuya resolución siguen siendo responsabilidad del Estado, pues la garantía de los derechos humanos es un mandato ineludible para quien ejerce cualquier cargo de elección popular.
Por ejemplo, la petición de perdón frente a los pueblos indígenas, concediendo que se trata de un acto de “buena fe” del Estado mexicano, obligaría a recuperar el diálogo del Estado con los pueblos originarios y plantear el pleno cumplimiento, por ejemplo, de los Acuerdos de San Andrés, cuya mención siquiera ha sido omitida en el discurso oficial de esta administración.
Finalmente, es preciso destacar el anclaje religioso del concepto del perdón. De acuerdo con el Diccionario Teológico Enciclopédico, perdonar significa “disculpar a un ofensor, sin guardarle resentimiento debido a su ofensa, y renunciando a todo derecho de recompensa”. Si esto es así, lo que el Estado mexicano estaría buscando es la renuncia de sus ofendidos justamente a la reparación del daño y, sobre todo, a una noción de justicia laica.
Hace bien el presidente al intentar diferenciarse de un pasado autoritario; pero no cuando su planteamiento se pliega a una noción religiosa que busca eximirle, a él y a su administración, de la responsabilidad de construir una nueva lógica de relación del Estado con grupos de población agraviados, como lo son las comunidades y pueblos indígenas.
Para que sea efectiva, la postura del presidente debe alejarse de la pretensión “redentora” de su discurso; y ubicarse en el plano de la laicidad presente del Estado; porque de otro modo, la inconsistencia discursiva es cada vez más evidente al momento de contrastar la vocación pretendidamente humanista de un Estado que pide perdón a las víctimas del pasado, pero que hunde en la indefensión a las víctimas del presente, ante las cuales decide voltear la mirada hacia otra parte.
El Estado, por definición, tienen siempre una vocación afirmativa de intervención en la historia para garantizar los derechos humanos y el bienestar de la población; y de procesar a esa historia dialécticamente para proyectarla hacia un futuro promisorio. Esa acción es la que, en definitiva, se encuentra ausente en nuestro país.
Investigador del PUED-UNAM
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