En momentos de crisis no es raro que los gobiernos acudan al refugio de los sentimientos nacionalistas como estrategia para evadir la discusión de los problemas fundamentales. Como lo marca la historia, así lo vivimos en México con la conmemoración del sesquicentenario de la independencia en 1960, cuando el país hervía por las movilizaciones magisteriales, de trabajadores de la salud y de estudiantes en Guerrero. Sucedió con más claridad en 1985, luego del terremoto del 19 de septiembre, cuando el gobierno reaccionó con el programa de festejos del 175 aniversario. Y lo vimos en el bicentenario de 2010, cuando la crisis económica y la violencia criminal eran imparables.
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Para este año 2021, tan complejo, el gobierno de México ha integrado un programa de festejos que gira en torno al bicentenario de la consumación de la independencia nacional. En el calendario oficial figuran doce eventos ceremoniales a lo largo de este año: 1) el 14 de febrero un homenaje a Vicente Guerrero en Cuilápam, Oaxaca; 2) el 24 de febrero conmemoración de los 200 años del Plan de Iguala, en Guerrero; 3) el 25 de marzo el “Día de la resistencia de los pueblos originarios” en Champotón, Campeche; 4) el 3 de mayo la ceremonia de la “Cruz Parlante” y el fin de la “guerra de castas”, en Felipe Carrillo Puerto, 5) Quintana Roo; el 12 de mayo los 700 años de la fundación de México-Tenochtitlán, en la CdMx; 6) el 13 de agosto los “500 años de la memoria histórica de México-Tenochtitlán”, en la CdMx; 7) el 24 de agosto los 200 años de la firma de los tratados de Córdoba, en Veracruz; 8) el 15 de septiembre el grito de la independencia, en CdMx 9) el 16 de septiembre con el desfile cívico-militar por la independencia de México, en CdMx; 10) el 27 de septiembre los 200 años de la consumación de la independencia de México, en CdMx; 11) sin fecha, la promulgación del Acta de Independencia, con otra “ceremonia del perdón a las minorías culturales” en alguno de los pueblos yaquis de Sonora; 12) 30 de septiembre el natalicio de José María Morelos y Pavón, en Morelia.
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El programa evidencia un claro sentido de reivindicación de una causa imaginaria: la pretendida “conquista” europea de los pueblos originarios y la rebelión de éstos contra su vasallaje. Una interpretación simplista de una realidad histórica que fue, con mucho, de mayor complejidad. Es lamentable el uso de la “historia de bronce”, hagiográfica y maniquea, para justificar un plan político vigente y una ideología unilateral “progresista”. La bandera indigenista ha resultado de gran utilidad para el criollismo –racial y cultural– posmoderno, como el que campea entre los hipsters de la 4T.
Incluso se ha forzado la coincidencia de la “fundación” de la ciudad de Meshíhco-Tenochtítlan, de hace casi 700 años, con los festejos. Esto ha provocado reacciones contrarias en la comunidad de arqueólogos e historiadores, sin que se inmuten los “expertos” de la pareja presidencial. La grandilocuencia y la conveniencia históricas son parte del discurso político “progre”.
En las investigaciones sobre el proceso de independencia mexicana hay consenso sobre que en su arranque, bajo el liderazgo de Hidalgo, hubo mucho más involucramiento popular que en su consumación criollo-iturbidista en 1821. Es popular la broma de que “la conquista la hicieron los indios y la independencia los españoles”. No es una idea absurda: la derrota de los aztecas fue producto de la alianza entre los pueblos dominados y los europeos. Tres siglos después, la consumación efectiva de la independencia fue producto de un acuerdo entre las élites criollo-mestizas conservadoras, que rechazaron al gobierno liberal español y su demoniaca constitución de Cádiz, vigente en el trienio liberal de 1820-1823.
De nuevo la historia como instrumento legitimador de un orden político determinado.
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(*) Antropólogo social. Profesor de la Universidad de Guanajuato, Campus León. luis@rionda.net @riondal FB.com/riondal ugto.academia.edu/LuisMiguelRionda
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