El Diccionario de la Academia de la Lengua define a la palabra pensar, en su primera acepción, como “formar o combinar ideas o juicios en la mente”, y en la segunda como el acto de “examinar mentalmente algo con atención para formar un juicio”
Lo primero que se asume frente a esta definición es que pensar es una actividad producto de la voluntad. Es decir, tal como se encuentra definido, el acto del pensar no es “un accidente” que le ocurra a una persona, por el contrario, pensar es un acto deliberado mediante el cual se busca formar o combinar ideas en la mente.
Pensar se da siempre frente a algo que se considera relevante y digno de ser pensado. Volcar sobre un fenómeno la capacidad superior de una persona, a fin de explicar o comprender su estructura o el conjunto de interacciones en el que se encuentra situado, requiere que este objeto o fenómeno resulte relevante —al menos para quien lo piensa— en relación con su existencia o la de los demás.
Por esta razón la mayoría de las grandes mentes han partido de una posición explícita respecto del método que se utiliza para construir o combinar ideas. Pensar bien -podría decirse- ha resultado y resulta fundamental para garantizar que las conclusiones o ideas que se obtienen de esta compleja operación puedan ser consideradas como válidas y, por lo tanto, dignas de ser defendidas.
Conocer el sustento del pensar bien se convierte entonces en una preocupación fundamental para cualquier persona que se presenta como “pensador profesional”. Se nombra así, porque como ya se dijo, toda persona que no tenga alguna discapacidad mental severa está facultada para pensar; empero, ¿lo que piensa es correcto?, ¿puede además considerar que eso que asume que ha pensado correctamente puede ser transmitido o comunicado a los demás?, y más aún: ¿eso pensado puede ser comunicado con criterios de validez e irrefutabilidad hasta la aparición de nueva evidencia o mejores argumentos?
Una vez que se decide si el pensar propio es digno de ser comunicado y defendido, viene la cuestión aparejada a la actividad de toda persona dedicada a la construcción del buen pensar -en el sentido de corrección y solidez metodológica-: ¿para qué sirve esto que he pensado y considero digno de ser transmitido, enseñado y hasta defendido frente a los demás?
Esa posición es la que generalmente es ubicada como la “subjetividad” de quien investiga. Habermas y Mardones —en distintos textos— le han llamado “el interés del conocimiento” o la “visión interesada” de quien piensa y transmite lo que piensa. Hay quienes tienen o sustentan un interés emancipatorio, hay quienes apuestan por un interés comprensivo de la realidad, o hay quienes asumen un interés práctico, todo lo cual está vinculado a la visión mundo de que es portadora la persona que asume el pensar como su tarea de vida. De ahí que hay quienes asumimos que pensar debe hacerse siempre con una vocación crítica, en un doble sentido de este adjetivo.
Pensar críticamente implica en primer lugar pensar para poner en tensión los fundamentos que estructuran o dan sentido a un fenómeno; de ahí que se diga que se trata de un pensamiento que pone en “crisis” a las ideas que explican o interpretan a la realidad o alguno de sus fragmentos.
En segundo lugar, el pensar crítico es también un pensar que está dirigido a la transformación de su mundo circundante, porque se asume que la explicación y la comprensión de la realidad tiene como finalidad mejorar las condiciones de vida en que discurre nuestra existencia, acción que en nuestro contexto se lee generalmente en clave de defensa de los derechos humanos.
Quienes intentamos pensar estamos obligados a hacerlo con corrección metodológica, pero también con base en un compromiso ético frente a las injusticias, porque el buen pensar, cuando es tal, no puede ser sino crítico en los dos sentidos mencionados.
@saularellano
Artículo publicado originalemte en “la La Crónica de Hoy” el 12 de mayo del 2016