El artículo 17º de nuestra Constitución reconoce a la justicia como un derecho humano. En efecto, prohíbe en primer término hacerse justicia “por propia mano,” y enseguida reconocer el derecho que tiene toda persona de que se le administre Justicia de manera pronta, completa, imparcial y en tribunales que deben actuar de forma expedita.
autor: Mario Luis Fuentes
Frente a este y otros mandatos constitucionales, y a pesar de la relevante reforma que se llevó a cabo en el 2008 para crear un nuevo sistema penal acusatorio para nuestro país, los rezagos son enormes; de tal forma que, siendo uno de los bienes sociales más preciados, el acceso a la justicia continúa como uno de los saldos más dolorosos para una nación llena de víctimas que claman por la protección del Estado y sus instituciones.
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El acceso a la administración e impartición de justicia tiene una doble dimensión: por un lado, la relativa a quienes son víctimas de delitos, frente a quienes hay diversos compromisos, fundamentalmente dos: la reparación del daño y la garantía de la no repetición.
Por el otro, la relativa a la sanción y la intervención punitiva de un Estado que está obligado a garantizar los derechos humanos de las personas imputadas, y de establecer sanciones con base en el más estricto criterio de proporcionalidad, pero aún más, con el propósito de garantizar la reinserción social de quienes han infringido las leyes.
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Respecto de la primera dimensión, los datos relativos a la cifra negra, que cada año da a conocer el Instituto Nacional de Estadística y Geografía a través de la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción del Delito (ENVIPE), constituyen uno de los rostros más escalofriantes de la inacción del Estado, pues la magnitud que se registra en México implica el dislocamiento completo de la cadena de la justicia.
En efecto, ni la disuasión ni la prevención del delito funcionan adecuadamente; la procuración de justicia es una auténtica zona que podría asemejarse, de manera figurada, a las antiguas mazmorras: celdas y pasadizos escabrosos en los que nadie quiere caer, porque aún, o quizá, sobre todo, siendo víctima, se corre el riesgo de vivir dobles y múltiples formas de re-victimización.
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En los pocos casos en que se integra adecuadamente una carpeta de investigación, y que ésta llega a un juzgado, del tipo que sea, continúa un auténtico calvario, tanto para quienes acusan, como para quienes resultan imputados: en el sistema judicial, de manera lamentable, tanto en el fuero común como en el federal, nadie está auténticamente a salvo.
A lo anterior se añade la versión torcida de la justicia que se ha impuesto como dominante en nuestro país, relativa al populismo punitivo, el cual se expresa cotidianamente en la imputación de delitos graves, buscando en la mayoría de los casos, la imposición de la prisión preventiva oficiosa o justificada, pues pareciera que, en el ámbito de la procuración de justicia, mientras más personas detenidas y privadas de la libertad, se supone que hay una mayor eficacia sancionadora del Estado, convirtiendo a la autoridad legítima, en un monstruo autoritario que sanciona primordialmente a las y los más pobres.
Los datos de la Encuesta Nacional de Personas Privadas de la Libertad, también del INEGI, no deja lugar a dudas sobre el tema: en el 2021, el Instituto estimó en prácticamente 211 mil personas el número de quienes estaban en cárceles. De ellas, el 80.6% eran personas menores de 45 años, y también en 83.5% de los casos, con hijas e hijos menores de 18 años.
Solo estos datos perfilan desde ya una situación crítica para el país, pues no existe evidencia que permita sostener, por ejemplo, que las y los hijos de las personas privadas de la libertad tengan acceso a servicios de asistencia y desarrollo social, que, desde una perspectiva integral de derechos humanos, garanticen protegerlos frente a las situaciones de vulnerabilidad que enfrentan ante la ausencia de uno o los dos progenitores o personas principales responsables de su cuidado.
Destaca igualmente que el 75% de las personas privadas de la libertad tienen educación secundaria o menos; 19.2% tienen algún grado de educación media superior, mientras que únicamente 4.6% tiene algún grado de educación superior o posgrado.
Por otra parte, el 46.9% de las personas privadas de la libertad refiere no haber tenido asesoría de alguna abogada o abogado antes de llegar frente a un juez penal; durante el llamado control de su detención, el 31.9% refiere que no estuvo presente su abogado; sólo en el 46% de los casos la o el juez le informó de sus derechos; sólo al 26% de le consultó si tenía alguna queja respecto de su detención; mientras que al 20% la o el juez nunca les dijo de qué le acusaban.
Todos estos datos revelan la permanente violación o inobservancia de principios y mandatos constitucionales esenciales: derecho a la presunción de inocencia; derecho al debido proceso y en no pocos casos, violación del principio pro-persona.
De esta forma, mientras no haya un sistema de procuración y administración de la justicia integral, centrado en las víctimas; en el que el las garantías procesales y reinserción social sean los objetivos mayores en el ámbito de la sanción de los delitos; y en el que la corrupción sea auténticamente erradicada, entonces México estará en vías de consolidarse como un auténtico Estado social de derecho, pues de otro modo, como lo habría sostenido el doctor Jorge Carpizo, estaríamos ante un Estado que ni es democrático, ni es auténticamente de Derecho.
Cuando hay justicia no hay discordia, habría afirmado el gran sabio Solón; y donde hay justicia la maldad no prospera, habría pensado Licurgo. México debe, con urgencia avanzar en ese sentido, porque uno de los elementos de disolución del pacto social; y de la presencia generalizada del malestar social, es precisamente no tener a la justicia como uno de los bienes sociales más preciados y, por lo tanto, mejor garantizados.
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