por Rogelio Flores
Hambre y Pobreza
Toda novela es un mundo, y su autor, un dios. Él, además de contar una historia, dará vida a sus personajes, dotándolos de sentimientos, manías, creencias, valores, virtudes y defectos, así como de libre albedrío y de la capacidad de actuar según su personalidad, según los dictados de su corazón y lo que entienden por justo.
Es decir, ese pequeño dios (o grande, según el caso) habrá creado en “ese mundo”, al cual nos asomamos los lectores, una idea muy concreta de lo que son el bien y el mal. Así, sus personajes decidirán cuál es su postura ideológica y la reflejarán en su comportamiento. Un novelista, al ser el dios de ese mundo que creó, también crea una moral, que no una moralina.
Ya se ha hablado en este espacio del tema, concluyendo que los libros no tienen moral, pero sí sus autores y sus lectores. Los segundos ya sabrán en su fuero interno qué tanto comulgan con los preceptos del bien y del mal de cada novelista, y ojo, eso no necesariamente determinará la calidad del texto. La novela contemporánea, o gran parte de sus exponentes, en el afán de no caer en maniqueísmos, no asume a totalidad una postura moral ni esa condición de “dios”. O no lo hacen de forma tan evidente. Insisto, esa ambigüedad moral no determina la calidad de la obra. De hecho, creo que más que una carencia es una característica, tanto de forma como de fondo, determinada por el narrador.
Me explico. Primero una precisión: toda novela tiene un autor y un narrador, que no necesariamente son la misma persona. Autor es el que crea la obra, narrador quien la narra. Parece obvio, y lo es, pero también hay cierta complejidad en ello. En la novela contemporánea el narrador suele ser uno de los personajes de la misma, habitante del mundo que creó el autor (y no él, el narrador) junto con otros personajes. Normalmente este narrador no sabe qué piensan y sienten los otros personajes; puede intuirlo, mas no saberlo a ciencia cierta, y por ello da un punto de vista tan subjetivo como humano, parcial, narrado casi siempre en primera persona.
Cuando el narrador no pertenece al universo de lo narrado y es omnisciente (de ahí su condición de dios) sabe cuál es el pensar y el sentir de cada uno de sus personajes, ahí el punto de vista sigue siendo subjetivo, pero ya no es el de un personaje en particular dentro de la novela, si no el del autor. Es decir, el escritor.
Todo esto viene a cuenta por Víctor Hugo y Los miserables, novela representante del romanticismo del siglo XIX y, por lo tanto, de los valores morales de la época. En Los miserables, como en las novelas decimonónicas, es un rasgo común esta condición e intención del autor de ser el dios del mundo de su narración, asumiendo una postura moral a propósito de distintos temas y valores. En este caso en particular, los de la ley y la justicia. ¿Hasta dónde van de la mano la ley y la justicia, y en qué momento se separan una de la otra?; ¿en qué momento son conceptos opuestos?
No es posible resumir una obra de tales dimensiones en un espacio como éste; sin embargo, partamos de que el detonante de toda la historia es un acto tan sencillo como terrible: Jean Valjean, el personaje principal, es condenado y atormentado por un robo, el robo de pan para alimentar a su familia. A partir de este hecho, será encarcelado (aunque eventualmente se fugará de prisión) y las circunstancias le orillarán a cometer otros delitos. Entonces aparece, en el extremo opuesto, el inspector Javert; celoso guardián de la ley que, conociendo a Valjean y sabiéndolo un fugitivo, se convertirá en su eterno persecutor. Así pasará parte de su vida, persiguiendo al otro, sin que importen las razones de su delito; y el otro, delinquiendo y violando la ley al asumirse como víctima de la injusticia. Finalmente Javert capturará a Valjean, sólo para dejarlo ir al reconocer que es un buen hombre.
Al leer con qué cuidado trazó Víctor Hugo al personaje de Javert es notorio que, más que un villano, intentó hacer en él a un guardián de la ley, quien no se cuestiona si es justa o injusta su aplicación. Parece, pues, que el autor (dios de este mundo) mantiene la creencia que la ley debe cumplirse sin más, pero, considerando a Valjean y a todos los desafortunados que desfilan por la novela, es inevitable considerar que para Víctor Hugo el robo de comida no puede ser más pernicioso que el hambre, la necesidad y la desesperación; que al criminalizar a los pobres, se les convierte en miserables, con toda la carga peyorativa del término.
No hay que dejar de lado que, si bien esta historia se da en la restauración monárquica de Francia, Víctor Hugo, como todos los novelistas del siglo XIX, se formó con los ideales de la Revolución Francesa; y sí, Francia es el país donde se gestó la democracia moderna, con sus valores de libertad, igualdad y fraternidad, pero también el que instauró El Terror y las ejecuciones públicas por guillotina.
Convertir la búsqueda de la justicia en crimen es relativamente sencillo, justo por eso, la apuesta por el humanismo. Al respecto, me gustaría recordar una idea de Octavio Paz, a propósito de los valores de la democracia. Para Paz el más importante dentro de la triada era el de la fraternidad, ya que sólo la fraternidad puede contener los excesos de los dos restantes. El exceso de libertad, por encima de la igualdad, deriva en un capitalismo salvaje, como bien lo sabemos, si el Estado no garantiza igualdad de oportunidades la brecha económica se acrecienta y se condena a los pobres a la miseria. Por el contrario, si una sociedad impone la igualdad sin respeto a las libertades, se perfila hacia el totalitarismo y la violación de los derechos, en pos del bien común. Sólo mediando uno y otro con el precepto de la fraternidad, que no es otra cosa que amor a los semejantes, es posible hermanar a la ley y a la justicia.•
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