Para participar en un diálogo cordial y auténticamente honesto, se requiere tener la capacidad de articular argumentos sólidos, que se sustenten en evidencias y respaldos pertinentes; pero mucho más se requiere de una enorme humildad y vocación de escucha. Los mejores dialogantes son casi siempre, no sólo quienes esgrimen argumentos edificantes, sino, ante todo, quienes tienen la capacidad de oír y de comprender lo que se les dice.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
En la política mexicana el diálogo está roto en casi todos lados. Lo que priva es la injuria, la diatriba, la descalificación, el adjetivo fácil y la negación de la escucha a lo que las y los demás tienen qué decir. Quizá lo más preocupante es que la negación de la escucha inicia con el titular del Ejecutivo, quien al ser el “jefe nato” del Estado mexicano, debe marcar la pauta de la vocación y virtud democrática del diálogo.
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Pareciera en ese sentido una mala metáfora lo que ocurrió en la semana que concluye respecto de la negación del titular del Ejecutivo de hablar respecto de los cinco jóvenes desaparecidos en Lagos de Moreno, Jalisco. El presidente no quiso escuchar ni estas preguntas, ni las que en su momento quisieron hacerle los integrantes de la familia LeBaron, ni ha querido escuchar a las madres y padres de familia que buscan medicinas para sus hijas e hijos; y a las madres buscadoras ni a ningún grupo o colectivo que no comulga con su visión de país.
Estamos ante un contexto peligroso de una extendida banalización de la maldad y la violencia que se vive en todas partes. Y es que no se puede hablar ya en otros términos respecto de lo que ocurre en las calles del país y que se cifra en casos terroríficos como el asesinato de Milagros Montserrat, en las calles de León; o los cuerpos desmembrados encontrados en refrigeradores en Veracruz; o los enfrentamientos que han escalado a auténticos bombardeos con drones en Michoacán, y suma y sigue.
Todo circula en redes sociales; todo nos pone enfrente, parafraseando el título de Jean Baudrillard, de la transparencia del mal: esa forma de desplegar la violencia en la que el objetivo es doble: por un lado, causar el mayor sufrimiento, físico y psicológico posible a las víctimas; y por el otro, amedrentar, amenazar y aterrorizar a los espectadores, quienes quedan impávidos, pero a la vez en una especie de adormecimiento, frente al sadismo que se presenta cotidianamente.
Por ello la actitud del Ejecutivo es desconcertante: su respuesta a la crítica por su negativa a la escucha es colocarse él mismo como la víctima; y esa es la mayor banalización posible. Porque de inmediato recurre a la falacia argumentativa de su pretendida superioridad moral. “Él no es igual”; “él es moralmente superior al resto de los habitantes del país”, y, por lo tanto, las víctimas de la violencia pasan a segundo plano, porque lo que importa cuidar es su “prístina esencia bondadosa”.
El problema en que nos sitúa esa actitud, más allá de la crítica interesada, asociada a la lógica electoral, es que él representa al Estado; y al comportarse de esa manera, el mensaje que se envía es que, en el mejor de los casos, el Estado mexicano es reducido a una especie de “espectador testimonial”, que da fe de la violencia infame que se ejerce cotidianamente en las calles, pero que no es capaz de garantizar tranquilidad y seguridad a sus ciudadanos.
Sostiene Baudrillard en el texto citado: “tan grande es el miedo que le tenemos al Mal, que nos atiborramos de eufemismos para evitar designar al Otro, a la desgracia, a lo irreductible”. Y es que, alerta el autor, estamos en sociedades de la renuncia en las que todo queda invertido. Sostiene el filósofo: “Nos hemos vuelto muy débiles en energía satánica, irónica, polémica, antagonista; nos hemos convertido en unas sociedades fanáticamente blandas, o blandamente fanáticas”.
La fascinación por pasar la mirada ante los videos de maldad en donde se muestran golpizas, mutilaciones o asesinatos, encierra un nivel de perversidad inversamente proporcional a la magnitud de la crueldad que ejercen los perpetradores en contra de las víctimas, las que no debemos olvidar, son seres humanos de carne y hueso; y por ello repugna que cada vez más, en esta administración y en los gobiernos estatales y municipales de todo signo, se repita la cantaleta frívola de que “se trata de pleitos entre bandas”; de que son “ajustes de cuentas entre delincuentes”; como si eso fuese un atenuante, y no un agravante de la crueldad y violencia que se esparce en la sociedad.
La filósofa María Zambrano advertía con enorme sabiduría: “el rencor nace de lo que no logra, trabajando siempre, ser escuchado”. Por eso es tan grave que en la política se niegue la posibilidad más elemental de que las víctimas sean oídas por los poderosos. Porque cada que el silencio se impone; cada que en Palacio Nacional se da la espalda al clamor de los desesperados, se siembran semillas de rencor que difícilmente podrán segarse en el futuro.
A México lo recorre de punta a punta la sombra de lo siniestro; pero eso no se cifra en las críticas al presidente. Plantearlo así constituye un despropósito gigantesco. Lo siniestro está en cada bala asesina; en cada vehículo que es utilizado para levantar y desaparecer personas; lo siniestro es la comunicación sin mediaciones que establecen los grupos criminales con la sociedad a través de videos que se filtran y se esparcen como llamas en una gasolinería, y que envían el mensaje de que nadie está a salvo y que los criminales pueden actuar ante la mirada silenciosa de quienes ejercen formalmente el poder político.
Es urgente que el Presidente, más allá de una pregunta específica, esté dispuesto a escuchar; a aprender de los otros; a practicar la humildad que pregona, y a aceptar que estamos en medio de un oscuro momento, sumamente crítico, en el que los malhechores decidieron dar varios pasos al frente, y mostrarnos a todas y todos que están dispuestos a ejercer la más cruel de las violencias, y a desafiar al Estado como detentador exclusivo del monopolio de la violencia.
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Investigador del PUED-UNAM
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