Tres mujeres adultas y seis niñas y niños asesinados es el saldo de la horrenda masacre cometida en la zona limítrofe entre los estados de Chihuahua y Sonora.
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Fotografía: tomada de redes sociales
En Chihuahua, el promedio anual de homicidios dolosos entre 2008 y 2018 es de 2,920 víctimas, con los funestos años de 2010 y 2011 en los cuales se cometieron 6,421 y 4,487 homicidios, en cada uno de ellos. Por su parte, en Sonora, entre 2015 y 2019 el incremento en el número de homicidios dolosos es de alrededor de 107%, superando la cifra de 900 víctimas solo entre los meses de enero y septiembre de este 2019.
La masacre es una de las peores en la historia reciente del país, no solo por el número de víctimas, sino porque se trataba de mujeres, niñas y niños, varios de ellos apenas de meses de edad.
Pensado de esta forma, si la reciente masacre de policías que fueron emboscados en Michoacán fue calificada de cobarde, pensar en el hecho de que esta vez, además de haberlos acribillado a balazos, los vehículos en que viajaban fueron incendiados con los cuerpos dentro de ellos, la escena adquiere tintes auténticamente monstruosos. No es exagerado decir que sus perpetradores son auténticos psicópatas, frente a los cuales la idea de un universal “pueblo bueno y sabio” encuentra no sólo su límite, sino su antítesis.
La sorpresa e indignación no para ahí. Preocupa, y de manera profunda, que, ante este escalofriante asesinato masivo, se haya esparcido en redes sociales un conjunto de comentarios, emitidos por férreos simpatizantes de la llamada 4T, quienes incurrieron en una de las más viles prácticas del calderonato y del peñato: criminalizar a las víctimas y sugerir que “bien merecido se lo tenían”. En este caso, vociferan algunos, debido a que forman parte de una familia de priistas, mormones, que están presuntamente relacionados con actos de corrupción y otros delitos.
¿Cómo llegamos a ser un país tan canalla, en el que hay un sector de la sociedad convencido de que la masacre de bebés, de apenas meses de edad, puede ser justificable porque las víctimas son parientes de personas non gratas para el nuevo régimen? ¿Dónde queda el buen juicio, la bondad y carácter moral que se postulan, un día sí y otro también, desde la Presidencia de la República?
Debemos ser capaces de visualizar que el enfermizo recurso de la superioridad moral, como justificación de acciones y omisiones de toda talla y laya, implica el riesgo de caer en excesos como el señalado: ante el clamor de justicia frente a una manifestación de lo putrefacto, surgen teorías conspirativas que ponen el énfasis en la defensa del titular del Ejecutivo, pregonando que se trata de ataques injustificados dirigidos a desestabilizar al régimen.
¿En qué cabeza pueden caber semejantes barbaridades? ¿Sugieren que la indignación ante un acto atroz tiene que ver solamente con una desmesurada crítica a la Presidencia?
A ningún país puede “hacerle daño” que sus gobernantes sean personas éticamente solventes; pero sí que, en aras de esa ética y el conjunto de principios morales que le animan, estén dispuestos a avasallar a quienes no comparten su visión y propósito, y a justificar atrocidades en aras de “la causa” y de la “legitimidad ética” de quien gobierna.
En un Estado democrático, que por definición y necesidad debe ser estrictamente laico, las creencias de quien gobierna son a final de cuentas irrelevantes. El mandato que se recibe en las urnas es inequívoco: cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan.
Si se hace con buenas o malas intenciones, es un asunto para los confesionarios, porque lo relevante es que el Estado sea capaz de garantizar, como lo manda el artículo 1º constitucional, de manera universal, integral y progresiva al conjunto de los derechos humanos, así como investigar y sancionar sus violaciones e incumplimientos. Y nada más, pero tampoco menos.