Sentado a la mesa pluma en mano o componiendo mentalmente por el camino de vuelta a casa desde la compañía de seguros lo mismo que ante su máquina de escribir, ¿qué es al fin un escritor sino una nariz?
Escribió Juan Villoro en su nota luctuosa que Carlos Fuentes quizá “haya sido el primer escritor profesional de México. Dispuesto a vivir de la máquina de escribir, tecleaba a una velocidad frenética, usando un solo dedo que se le torció como el aguijón de su signo zodiacal, Escorpio”. Una imagen que muchos abrigábamos. Lo había contado antes Gabriel García Márquez evocando, a propósito de la muerte de John Lennon, la época en que aparecieron los Beatles: “Uno entraba entonces en el estudio de Carlos Fuentes, y lo encontraba escribiendo a máquina con un solo dedo de una sola mano, como lo ha hecho siempre, en medio de una densa nube de humo y aislado de los horrores del universo con la música de los Beatles a todo volumen”.
Pero en una de las últimas entrevistas que concedió, Fuentes dice otra cosa: “Tengo la costumbre cervantina de escribir a mano. No sé usar ningún aparato, pierdo mucho tiempo corrigiendo, se me van las cosas, se separan, qué lata… No, yo escribo a mano, con pluma, en cuadernos; luego, tengo gente que me ayuda a pasarlo en máquina y llevarlo a la imprenta, pero yo no sé escribir si no es con una pluma y un papel, y de una manera sensual, directa, olfativa, que no me da ningún otro medio”.
Llama la atención el adjetivo “cervantina”: ¿no fue escribir a mano lo inevitablemente habitual entre todos los escritores del mundo hasta que los señores Remington, fabricantes de máquinas de coser, se dieron a producir en serie las de cantar, en avatares si menos vistosos más cómodos del cembalo scrivano y la writing ball pioneros?
Sorprende también que, para comunicar el goce de escribir a mano, Fuentes califique la experiencia de olfativa. Pero qué salto afortunado: nada más inmediato y puramente sensual, nada más animal y cercano al cuerpo liberado en el baile de la escritura que la experiencia del olfato, el más primitivo de los sentidos, el de los cazadores y las embarazadas, el más salvaje y el más aristocrático. ¿Qué sería de la lengua que prueba la magdalena si estuviera privada del olfato?
Sentado a la mesa pluma en mano o componiendo mentalmente por el camino de vuelta a casa desde la compañía de seguros lo mismo que ante su máquina de escribir, ¿qué es al fin un escritor sino una nariz?
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Este poema se reproduce del blog del autor, con su autorización expresa.
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