Escrito por 3:00 am Destacados, En Portada, Política, Saúl Arellano • 2 Comentarios

No es que no pueda; perversamente, la oposición no quiere ganar

En los sistemas democráticos los partidos políticos son institutos indispensables e insustituibles para el buen funcionamiento del orden constitucional. En teoría, el supuesto es que los partidos garantizan la representación del pluralismo de la democracia, incluidas por supuestas las posiciones minoritarias y que, en muchas ocasiones, representan o son defensoras de las mejores causas sociales.

Escribe: Saúl Arellano

En un sistema competitivo y funcional, los partidos políticos procesan las demandas sociales; establecen y plantean agendas; pugnan por el reconocimiento o la ampliación de derechos; debaten y contraponen visiones de política pública, esquemas generales de gobierno y modelos de construcción de consensos.

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Al igual que la democracia original, inventada hace alrededor de 2,500 años en algunas de las Ciudades Estado de la Grecia antigua, la democracia contemporánea enfrenta el riesgo de convertirse en un régimen degenerado y pernicioso para el interés general.

Aristóteles lo percibió con toda claridad. Por ello consideraba a la democracia como una forma degradada de la Aristocracia; en su peor forma, podía llegar a convertirse en Oclocracia, es decir, el gobierno de la muchedumbre, tal como la conceptualizó Polibio alrededor del año 200 a.C.

No hay nada que impida pensar que en nuestros días la democracia esté degenerando en formas corrompidas. Es cierto que, ante ella, priva el trillado “lugar común” planteado por Churchill, relativo a que “la democracia es la peor forma de gobierno posible, excepto todas las demás”.

Lo que Churchill no pudo considerar en su tiempo, y que quienes lo citan como mantra no han percibido a cabalidad, es que puede haber ese proceso corruptor de la democracia, que en realidad la está convirtiendo en otra cosa, o que tal vez ya se haya concretado la mutación, pero que no la hemos logrado visualizar ni mucho menos conceptualizar en todas sus implicaciones.

El caso mexicano permite plantear al menos varias consideraciones de gravedad. En primer lugar, la democracia es una forma de gobierno que supone la existencia de una ciudadanía que la desea como régimen de gobierno; como una forma y práctica de vida en la que se establece el imperio de la Ley y se tiene como objetivo mayor la garantía universal, integral y progresiva de los derechos humanos. Eso, como tal, está contenido en nuestra Constitución. Sin embargo, en los hechos, si algo es evidente es la ausencia generalizada de una perspectiva de derechos humanos en prácticamente toda la estructura institucional.

En segundo lugar, se encuentra la presencia masiva del crimen organizado, el cual se ha apoderado, aunque se quiera negar un día sí y otro también en el gobierno de la República, de amplias franjas del territorio nacional, pero también de no pocas estructuras e instituciones de gobierno en lo local.

En tercer término, se encuentra la fractura del sistema de partidos. Y por ello se afirma en el título de este artículo la posibilidad de que, en México, los partidos de oposición a Morena hayan claudicado de su propósito esencial de participar en la vida institucional, en lo político y en lo electoral, con el propósito de llevar al poder una ideología y un programa de gobierno.

La versión perversa respecto de lo que está ocurriendo con las dirigencias de los partidos aliados o contrarios a Morena -realmente operan igual- es que, en lugar de ser estructuras de organización y representación ciudadana, han sido usurpadas por una runfla de vividores, cuyo propósito no es otro sino administrar la derrota.

No es descabellado pensar que las dirigencias de Acción Nacional y del PRI, estén planeando en mantenerse en sus cargos con el propósito central de llevar a sus partidos a niveles mínimos: lo suficientemente frágiles para que no haya incentivos de participar en ellos y disputarles sus exiguos espacios de poder, pero al mismo tiempo, lo suficientemente sólidos como para generarle costos de decisión al gobierno y lucrar con el sentido de su voto en el Congreso, o incluso para aparecer de forma meramente testimonial, en la legitimación de ciertas decisiones del partido hegemónico. El modelo está claro en diferentes estados. Véase Guanajuato, donde el PAN es partido mayoritario, y donde todos los demás partidos, incluido Morena, se dedican a transar perversamente con el gobierno panista en turno. Así ha ocurrido desde al menos el año 2000.

Así las cosas, no es descabellado pensar que, en el cálculo político electoral, los partidos de oposición estén llevando a cabo proyecciones para, en el 2024, tener fuerza suficiente como para disputar un número de escaños en el Congreso, que les permita encarecer las negociaciones con el gobierno que llegue, y que al mismo tiempo les dé la oportunidad de continuar administrando el monopolio de las candidaturas en lo local.

La administración de la derrota y de triunfos parciales en entidades de la República es un gran negocio. Véase si no el caso del Partido Verde, que se hizo del poder en San Luis Potosí, o del propio MC que gobierna Jalisco y Nuevo León y, con base en el poder que eso le da, puede plantearse el lujo de ir sin alianza en el 2024, a sabiendas de que va a perder, pero que tendrá el margen de operación y negociación mencionado.

Si lo que está planteado aquí es aproximado a la realidad, estaríamos ante un escenario realmente perverso y decadente de la política mexicana. Lo deseable, sin duda, es que lo aquí escrito no sea sino un garrafal error.

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Investigador del PUED-UNAM

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