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La otra infraestructura

México es un país en el que más del 80% de su población vive en localidades urbanas. Recuérdese que, para fines de análisis estadístico, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) divide al país en localidades; y que considera que aquellas donde hay 2,500 o más personas son localidades urbanas, y debajo de ese umbral, se trata de localidades rurales. Siendo así, se ha enfrentado el enorme reto de garantizar que todas y todos los habitantes de México tengan acceso a una infraestructura social que les permita tener garantizados un conjunto de derechos que dependen de bienes y servicios públicos esenciales: acceso al agua, a servicios de saneamiento, a vialidades seguras, parques y jardines; y en general, entornos habitables; es decir, ciudades donde es posible vivir con dignidad.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Ante la magnitud de los retos que implica la magnitud territorial y demográfica de México, todos los gobiernos, en todos los órdenes, han privilegiado a lo largo de las décadas dirigir la inversión pública hacia “mega obras”; algunas de ellas sumamente necesarias, pero otras cuya construcción se sustenta en visiones erróneas de política pública, si se consideran los factores ambientales, de ordenamiento urbano y criterios dirigidos al fortalecimiento de ciudades habitables.

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Se ha asumido, además, que tales obras permitirán y promoverán la inversión privada; que ésta será suficiente para una derrama económica local de tal magnitud, que se generarán lógicas virtuosas de crecimiento y generación de empleo, y que ello llevará a disponer de más recursos para atender las demandas sociales.

Luego de más de tres décadas, el modelo de inversión pública municipal y estatal en obras de infraestructura ha mostrado su agotamiento. Sobre todo, ante el dispendio de recursos que se dio entre los años 2000 y 2010, cuando hubo precios muy altos del petróleo a nivel mundial, e importantes excedentes de ingresos para el país, que se distribuyeron fundamentalmente con base en criterios político-electorales entre las entidades, y que llevaron a lo que Rolando Cordera ha llamado varias veces un “federalismo social salvaje”.

Tenemos un país que ha sido incapaz de generar administraciones locales profesionalizadas, con capacidades de planeación y ejecución de programas, que resuelvan los problemas y necesidades de la vida cotidiana de las personas; de ahí que, de acuerdo con las diferentes ediciones de la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental, no hay una sola entidad de la República que tenga calificaciones presentables, por parte de las y los habitantes de sus ciudades.

Debe comprenderse en ese sentido, que el mayor reto que tiene nuestro país se encuentra en construir una infraestructura social lo suficientemente robusta como para permitirnos avanzar decididamente en el cumplimiento constitucional en materia de derechos humanos. Es decir, México no puede seguir dilapidando los escasos recursos de que disponemos, en infraestructura que no contribuya a un curso de desarrollo sostenible, y a generar mayores condiciones de igualdad e inclusión social.

Si algo tiene como responsabilidad esta administración, es comenzar a generar un diagnóstico preciso de los recursos que se requieren para construir todo lo que hace falta; para reparar lo que se encuentra dañado; y para renovar la infraestructura social que ya es obsoleta.

Por ejemplo, de acuerdo con el INEGI, somos un país en el que hay 1,482,785 manzanas en todo el sistema urbano nacional. De ellas, en el 2020 había hay 1,170,612 que no tenían rampas de acceso, en ninguna de sus vialidades, para personas en silla de ruedas, es decir, prácticamente el 79% del total.

Asimismo, hay 1,170,612 manzanas que no disponen de paso peatonal; en 420,459 no hay banquetas; 413,734 manzanas no tienen guarniciones; en 1,467,835 no hay ciclovías; y en 1,467,835 no hay ciclocarril.

En materia de mobiliario urbano, sorprende el dato que haya en México 268,962 manzanas que no tienen alumbrado público; en 847,537 no hay letrero con nombre en la calle; 488,620 no tienen árboles, palmeras u otro tipo de patrimonio verde; 1,461,414 carecen de semáforo para peatones; y en 1,482,785 los semáforos no son de tipo auditivo.

En materia de servicios urbanos, en 1.097 millones de manzanas no se tiene drenaje pluvial, es decir, se mezclan aguas residuales con agua de lluvia; y en 1.078 millones no hay servicios de transporte público en ninguna de sus vialidades. Asimismo, en 1.38 millones no hay restricción de paso a automóviles; en 1.39 millones hay puestos de comercio semifijo; y en 1.38 millones puestos ambulantes.

A lo anterior debe agregarse el conjunto de rezagos, condiciones de marginación y de deterioro de los entornos urbanos a lo largo y ancho de la República, que exigirían un ambicioso plan de inversión que, apegado al espíritu de la Constitución en materia de derechos humanos, avance hacia la generación de una nueva lógica urbana que permita reordenar al territorio, desde una perspectiva nacional, que dé cauce, orden y sentido a la inversión pública para el desarrollo.

No podemos continuar con lo que hemos hecho hasta ahora, porque lo que estamos haciendo es no sólo desperdiciar recursos y aplicarlos de manera equívoca; sino, sobre todo, estamos provocando que nuestras ciudades sean hostiles a sus habitantes; que faciliten la discordia y el conflicto; y que, por el contrario, dificulten la cohesión, la convivencia y la solidaridad entre las personas.

Urge que los gobiernos estatales y municipales tengan la voluntad política, y al mismo tiempo, la capacidad e imaginación para planear, presupuestar y ejecutar, con el propósito explícito de garantizar el derecho a la ciudad para todos sus habitantes; y para convertir a todos los espacios públicos en ámbitos territoriales que facilitan la realización de los proyectos de vida de cada uno de sus habitantes.

Necesitamos una nueva cultura, en el sentido más amplio del término, para una nueva vida urbana. Para desarrollar en ellas el sentido de la civitas, es decir, la convivencia civil, razonada y razonable, para la convivencia de unos con otros, en espacios donde vivir la vida se convierta en un asunto de reciprocidades, de responsabilidades compartidas y de posibilidades de existencia digna para todas y todos.

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