Dialogar implica tres reglas fundamentales, que han sido pensadas por numerosas personas dedicadas a la reflexión ética y filosófica: 1) quienes participan del diálogo presuponen que el otro habla con verdad, es decir, auténticamente cree que lo que sostiene es cierto, pero al mismo tiempo, asumen que podrían estar equivocados en una o varias de sus premisas o conclusiones; 2) están en todo momento dispuestas a escuchar todas y cada una de “las razones del otro”, y analizarlas en todas sus aristas y consecuencias; y 3) están dispuestos a someterse a la regla de primacía y aceptación del mejor argumento. Hoy en México, por el contrario, vivimos la polarización contra el diálogo.
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Defender a una democracia implica defender, en esa perspectiva, al diálogo como la primera regla de oro de la convivencia y la disputa civilizada por el poder. Pues si esto ocurre, es un hecho que en esa sociedad la libertad y la igualdad son seguramente principios que se respetan y se hacen valer, desde las esferas más encumbradas, hasta los últimos intersticios de la vida institucional pública.
Esta práctica, que bien puede ser resumida en la idea del filósofo Habermas, de una razón dialógica, implica ser una acción racionalmente elegida por quienes hacen política, también con el propósito de la ejemplaridad ante la ciudadanía, y con la plena convicción de que la disputa por el poder debe constituirse como una cotidianidad pedagógica ciudadana.
El diálogo busca siempre, por definición, la conciliación; pues si ambas partes se sujetan a la regla de la aceptación del mejor argumento, eso conlleva la obligación de ceder cuando se está en un error y reconocer, con humildad, que la decisión o decisiones que se han tomado, no son necesariamente las mejores.
Una de las razones para que en las democracias se busque siempre la primacía del pluralismo político se encuentra precisamente en que el poder no debe concentrarse en una sola persona o en un solo grupo de personas e intereses. Por el contrario, la representación ciudadana plural busca que a quienes detentan los principales cargos pueda no sólo criticárseles, sino también, mediante procedimientos institucionales y legalmente establecidos, obligarlos a corregir y modificar las decisiones y criterios de la política pública que han impulsado.
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Desde esta perspectiva, una democracia no puede permitir que un mandato popular expresado en las urnas, y que enviste de legitimidad al grupo gobernante, se asuma como una patente de corso con base en la cual, quien gana todo, pretende imponer visión y programa al resto de la sociedad, aún cuando ésta cuente sólo con una representación minoritaria en los principales órganos del Estado.
En México, de manera preocupante, los primeros meses de la presente administración, se ha impuesto una lógica contraria a lo expresado respecto de la razón dialógica; pues si bien el diálogo implica una cierta “agonística”, ésta no puede ser rebajada al nivel de una batalla o un encuentro entre combatientes, en el sentido militar del término.
Por ello es riesgosa la reducción que hace el Jefe del Estado del pluralismo político en México a la existencia exclusiva de “dos bandos”: liberales y conservadores. Pues esto, en franca referencia a lo ocurrido en nuestro país en el siglo XIX, no debe olvidarse que derivó en una guerra fraticida que incluyó la intervención militar de Francia -quizá la mayor potencia extranjera de la época-, en el territorio nacional.
Luego del atentado en contra del Secretario de Seguridad Pública de la Ciudad de México, los resultados de la polarización verbal e ideológica se hicieron más que preocupantemente evidentes: por un lado, quienes aseveraron que se trataba de una acción orquestada por “la derecha” aliada al narco; y por la otra, quienes aseveraron incluso que se trataba de un auto atentado para distraer la atención.
La polarización, para utilizar una expresión bíblica, como le gustan al titular del Ejecutivo, sólo conduce a la ruta antigua de los hombres perversos: la de la alianza con “El Acusador”; el “reprensor de los otros”; el que siembra discordia y “divide la casa”. Las consecuencias que muestran los mitos bíblicos cuando esto ha ocurrido, son funestas. Y no deberíamos invocarlas para nuestro país.
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Frase clave: La polarización contra el diálogo
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