Lo insustancial es lo característico de la política mexicana de nuestros días. Mucho de lo que se dice en las conferencias matutinas de la presidencia de la República, en los debates en el Congreso de la Unión o en los posicionamientos de los partidos políticos, carece de contenidos relevantes o de interés genuino para la mayoría de la población
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Se dice que nuestro debate político se ha reducido a una mera pugna de ideologías. Pero ese concepto implica posición política y visión de mundo: valores, principios de actuación y creencias en torno a una forma de ser que es deseable para la sociedad; la ideología puede mezclar en ese sentido, elementos de discursos científicos, políticos y hasta religiosos. De ahí su poderío y potencial daño, como se vio en los excesos y patologías asociados a los fascismos y totalitarismos del siglo XX.
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En nuestro caso, lo que estamos presenciando es un vaciamiento de todo ello. Estamos ante el discurso de los prejuicios más banales, asociados, por un lado, al resentimiento y ánimo revanchista; y por el otro, más que a lo insulso, a lo frívolo y en no pocas ocasiones, a lo ridículo, como se ha visto en los mensajes enviados a través de las redes sociales por pretendidas personalidades de la vida intelectual y por representantes del poder político del más alto nivel, de acuerdo con lo que dice nuestra Constitución.
En la década de los 90 en el siglo pasado, la primacía de la imagen hacía parecer a las y los políticos como un mal remedo de celebridades del mundo del espectáculo, lo cual se prolongó a la primera década de nuestro siglo. Ahora, con el vértigo de la comunicación instantánea, las y los políticos se han vuelto presas de la exigencia del comentario inmediato, de la reacción glotonamente irreflexiva, esperada por los consumidores de basura mediática.
Lo esperable de quienes tienen la responsabilidad de conducir el destino del país es la mesura; pero esa virtud es contraria a la dinámica impuesta y auto impuesta en el contexto hipermediatizado en el que nos encontramos. Y es que es cierto que sin el uso de redes sociales la capacidad de comunicación se reduce significativamente; pero ello no obliga a que todo el tiempo, en todo lugar, haya un enfermizo impulso a comentar, exponer y exponerse también a la palabra vacía.
En el discurso presidencial no se argumenta, se condena, estigmatiza y se descalifica. En el Congreso no se parlamenta, se impone la mayoría, no con la fuerza de los argumentos, sino del voto irreflexivo determinado por la obediencia y lealtad juarda ante el Jefe Político, antes que a la única fuerza auténticamente mandataria para toda persona libre: la propia razón y la convicción ética de compromiso con los principios y mandatos constitucionales.
El Poder Judicial está igualmente atrapado en una severa crisis ética que se manifiesta desde la renuncia de un ex magistrado ante la posibilidad de ser sometido a una investigación penal, pasando por el intento de violentar los principios constitucionales para extender el periodo del expresidente del máximo tribunal, y hasta el último escándalo de la ministra que, se ha acreditado por todos los medios razonables, que cometió plagio en su tesis de licenciatura.
Comunicar no puede significar decir cualquier cosa para ganar la simpatía y el aplauso fácil de la ciudadanía; tampoco puede significar estar en la disposición de hacer el ridículo y confundir la preferencia política con el fanatismo que se tiene a las celebridades del espectáculo.
La política requiere seriedad, mesura, templanza, prudencia, capacidad de ponerle límite a la palabra, y de actuar con base en convicciones democráticas aún a costa de perder popularidad. Gobernar no es un asunto que deba estar en manos de personas que quieren ser amadas o prodigar cariño; eso es propio de las religiones o las sectas. Gobernar se trata de actuar con base en la Constitución en la mano; y eso requiere firmeza, dedicación y disciplina.
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Investigador del PUED-UNAM
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