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La política social y las estrategias políticas

A lo largo de la historia no ha habido, hasta ahora, ningún político que se presente a sí mismo como el promotor “del mal común”. Quienes se dedican profesionalmente a la política y a la búsqueda de espacios de gobierno o de representación popular, siempre afirmarán que son depositarios del mejor modelo de sociedad posible.

Escrito por:  Saúl Arellano

En los discursos políticos casi nunca hay realmente definiciones conceptuales complejas respecto de cómo se va a lograr lo que proponen. Al contrario, todas y todos los estrategas del discurso y de las campañas políticas apelan a las emociones y, en los casos extremos, a las pulsiones más irracionales e incluso violentas, como la xenofobia, la discriminación, el racismo y otras modalidades del discurso del odio.

Por eso no sorprende la reciente declaración del Ejecutivo Federal, respecto de que la estructura, contenido y orientación de los programas sociales del gobierno, forman parte de su estrategia política. La razón, una vez más construida desde la más básica de las simplificaciones discursivas, se encuentra en que, a decir del presidente de la República, ni las clases medias, ni los ricos, ni los medios de comunicación apoyan a su movimiento y sólo “el pueblo bueno y sabio” le respalda.

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Desmadejar los intrincados nudos de lo que implica ese discurso es tarea de los analistas. Pero en el juego electoral y la disputa por el poder, el mensaje es y seguirá siendo llano y simple: el pueblo es bueno, tiene siempre buenas intenciones y está del lado del gobierno bueno y comprensivo. En el lado opuesto, hay un grupo faccioso de intereses corruptos que buscan no solo incrementar sus privilegios, sino que incluso tienen la intención perversa de lastimar al pueblo.

Lo poderoso de un discurso como el que han desplegado el presidente y sus seguidores es que, en una de sus aristas, hay una parte de verdad. Y es que México efectivamente ha sido saqueado una y otra vez por camarillas de políticos sin escrúpulos, y sin ningún o muy poco sentido de la ética pública en defensa de los intereses nacionales.

El problema es que, teniendo razón en ello, eso no necesariamente garantiza tres cosas: 1) que quienes acusan a los perversos no sean igual que ellos y que se trate sólo de un juego del estilo de: “quítate tú para ponerme yo”; 2) que quienes denuncian, aún haciéndolo auténticamente, sepan cuáles serían las estrategias apropiadas para resolver los grandes problemas nacionales; y, 3) que sabiendo lo anterior, tengan la capacidad operativa, organizativa y administrativa para implementar las medidas que se requieren.

Desde esta perspectiva, puede entenderse la racionalidad de un presidente que asume que el triunfo de su movimiento sólo será posible si una amplia mayoría le respalda y le sigue brindando la legitimidad requerida para transformar al país. Y por ello su audaz afirmación respecto del carácter político que ha impreso a sus programas sociales de mayor visibilidad y presupuesto.

La declaración es audaz, porque entre sus detractores el asunto será leído como un “descaro” o “una posición cínica”. Pero entre sus bases, esta declaración es un llamado a intensificar su movilización, compromiso y adhesión con la causa que considera como la adecuada y necesaria para la transformación del país.

Lamentablemente, al tener ese cariz, desde la propia lógica presidencial, en esta administración poco importará si los programas sociales contribuyen o no a erradicar la pobreza y reducir las desigualdades. Están pensados, abiertamente, para construir una base social de apoyo lo suficientemente robusta para garantizar que Morena se mantenga en el poder seis años más, bajo el supuesto -de tintes heroicos- de que la próxima administración dará resultados extraordinarios en términos de pacificación del país, quiebre de las desigualdades, modificación estructural de las causas que provocan la pobreza, así como nuevas condiciones para un crecimiento económico sostenido y ecológicamente sostenible.

Lo anterior no deja de encerrar una paradoja. Al haber diseñado una estrategia programática dirigida hacia la política, el presidente no promovió la formación de una nueva generación de administradoras y administradores públicos capaces de reinventar al gobierno para que sea eficiente, transparente y eficaz en el logro de objetivos y metas trascendentes. En efecto, no hay en el actual Gabinete ninguna o ningún secretario que destaque por su capacidad y talento; y lo mismo ocurre entre las y los gobernadores de Morena, entre quienes el espectro va de lo mediocre a lo francamente incapaz. Aún en el caso de Marcelo Ebrard, el más experimentado en el Gabinete, se trata de un político que no fue formado por Morena y cuyas capacidades político-administrativas provienen, como se ha dicho, del viejo régimen.

No deja de ser sumamente interesante que estemos, quizá por primera vez en las últimas cuatro décadas, ante un presidente que hace explícita, sin ninguna reserva, la política de la política social. Y el mayor problema de ello se encuentra en que, lejos de convocar a un diálogo respetuoso en torno a esa visión, la impone utilizando todo el poder de que dispone, profundizando la deriva excluyente y autoritaria que gradualmente ha ido tomando su administración.

De forma preocupante, los partidos que son oposición a Morena carecen de figuras con la fuerza y presencia moral e intelectual suficientes, para hacer frente al poder que ha concentrado el Ejecutivo en sus cuatro años de mandato. En este escenario, las perspectivas para el país, tristemente, no dejan de ser cada vez más sombrías.

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Investigador del PUED-UNAM

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